Paráclito

 

 


 
 

Itinerario de formación

Publicado próximamente en la web:

 

<< Volver a temarios
 
Motivaciones

“Dios se ha hecho portador de la carne para que el hombre pueda hacerse portador del Espíritu”. Así explica san Atanasio de Alejandría el sentido misterioso de que el Hijo de Dios haya asumido un rostro: que nosotros podamos recibir el Espíritu Santo. Que podamos portarlo. El misterio de Pentecostés concede a la naturaleza humana, a partir de aquellos pobres y temerosos apóstoles, las primicias de la divinidad, la Ley nueva que se inserta en lo profundo de sus corazones. El Espíritu Santo, fuerza que actuaba en el Hijo durante la encarnación, actúa ahora sobre cada ser humano convertido en “hijo en el Hijo”.

Así las cosas, ¿qué es portar el Espíritu? ¿Acaso es el Espíritu Santo algo que uno se echa al bolsillo y sólo recuerda que está ahí cuando quiere guardar otras cosas? El Espíritu es la persona divina que nos hace partícipes de la vida de la Trinidad. Es la plenitud del amor. ¡La plenitud del amor! ¿Podemos imaginarlo? Siquiera podemos intuirlo cuando se nos da en la eucaristía… El Espíritu Santo abre para nosotros las puertas de la Trinidad. Siguiendo el ejemplo, el Espíritu Santo es la llave que nos permite atravesar, por la humanidad de Cristo, que es la puerta, hasta lo más profundo del misterio de Dios, de lo que Dios es.

Sin embargo, no podemos confundirnos: la Trinidad no es algo que está fuera de nosotros, no portamos este Espíritu de la Trinidad como se lleva algo externamente. Más bien lo que sucede es justo lo contrario, pues es la Trinidad la que nos lleva, la que nos comunica su modo de existir en el que la comunión es misteriosa y profunda, completa en la diferencia; la que nos transforma fortaleciendo lo que somos y a la vez haciéndonos ser lo que Él es.

Tenemos que empezar por aquí para ser sorprendidos por la novedad de este tema: en un mundo en el que hablar de igualdad y hablar de diferencia sólo conduce al hombre a la soledad, un temario sobre el Espíritu Santo nos permite descubrir en la vida de la Iglesia el misterio trinitario: una unidad que se expresa en la diversidad de rostros, en aquello que a cada uno nos hace insustituibles, especiales, diferentes. De esa unidad, con Cristo y con su Cuerpo, nace la transformación de este mundo, desde cada uno de nosotros en la Iglesia. Y donde el mundo clama individualismo, la Iglesia vive comunión. Un temario para reconocer que la vida nueva del Espíritu en nosotros se hace comunión. A nivel práctico, eso significa un auténtico descentramiento. Una unión completa, plena en el amor, entre Dios y nosotros, lo que se llama colaboración entre el Espíritu y la Esposa: una vida en el Espíritu que afecta a nuestra relación con los cristianos, a nuestra razón de ser en el mundo, a nuestra vivencia del presente y del futuro, porque el Espíritu nos hace percibir la verdad de los seres y de las cosas, el dinamismo de la acción del Dios vivo en la historia.

Por eso, en continuidad con los temarios acerca del ser del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo nos ayudará a profundizar en el misterio de lo que Dios es y de cómo ser llevados por la Trinidad, pues es el Espíritu el que permite hacer de todas las cosas, de todo lo que vivimos en esta vida, una acción de gracias (cf. 1Tes 5,18).

Tema 1. El Espíritu Santo

EL ESPÍRITU SANTO

“Os infundiré un espíritu nuevo” (Ez 36,26)

OBJETIVO

Profundizar en el conocimiento del Espíritu Santo y reconocer la experiencia de su actuación en nuestra vida y en la vida de la Iglesia.

INTRODUCCIÓN

“Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”. Con estas palabras, la Iglesia proclama su fe en la Tercera Persona de la Trinidad desde el concilio de Constantinopla, en el año 381. Conviene, pues, en este comienzo de temario sobre el Espíritu Santo, reflexionar en torno a esta frase y su realidad en nuestras vidas concretas. Todos conocemos estas palabras, pero a la hora de la verdad, y tras una reflexión profunda, podemos darnos cuenta de que tenemos mucha más información acerca de Dios Padre o de Jesús, y no hemos ahondado tan profundamente en la Tercera Persona de la Trinidad. El arte, sin ir más lejos, ha representado a lo largo de la historia a Jesucristo en multitud de ocasiones, y a Dios Padre también, y sin embargo el Espíritu Santo no cuenta con tantas representaciones. Es, desde luego, de una gran importancia que los cristianos profundicemos en el conocimiento del Paráclito.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 687, nos dice que el Espíritu Santo no se desvela, no se muestra directamente a los hombres, si no es a través de Jesucristo y gracias a que creemos en Él. El papel del Espíritu Santo, tan importante a lo largo de la historia de la Iglesia, es sin embargo discreto, ya que “el mundo (…) no lo ve ni lo conoce” (Jn 14,17). Nuestra forma de conocerlo es a través de nuestra fe en Cristo, porque los que creen en Cristo conocen al Espíritu, que mora en ellos.

En palabras de san Gregorio Nacianceno, “El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora, el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo”. Así, el mismo san Gregorio dice que, en la Sagrada Escritura no se nos muestra de una forma tan directa la Tercera Persona de la Trinidad, alegando que la Revelación del Espíritu Santo antes de que la divinidad de Jesucristo hubiese sido aceptada podría haber sido contraproducente, llegando a denominar al Paráclito, con cierta gracia, un “fardo suplementario”. Es después de la plenitud de los tiempos, después de la Encarnación, muerte y resurrección de Jesús, cuando se ha revelado a los hombres la naturaleza de la Trinidad, completando la revelación que Dios comenzó en el Antiguo Testamento y que Jesucristo amplió en los Evangelios.

De esta manera, nuestra forma de conocer al Espíritu es a través de la Iglesia. El Paráclito está presente en las Escrituras que se proclaman y que Él ha inspirado; en la Tradición de los Padres de la Iglesia y en el Magisterio de la Iglesia, que Él asistió y continúa asistiendo; en los sacramentos, donde nos pone en comunión con Jesucristo, tanto de una forma más claramente palpable, como en el Bautismo o en la Confirmación, donde se nos concede el Espíritu Santo de una forma más explícita, como en la Eucaristía o la Penitencia, en la que a través de Él podemos entrar en comunión con Cristo de una forma más directa; y desde luego en los demás sacramentos. Por supuesto, también está presente en la oración, que guía y sostiene, y también en dos aspectos que, como miembros de Acción Católica, nos tocan muy de cerca, como son los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia y los signos de vida apostólica y misionera. La Acción Católica, cuyo carisma es el sentido de Iglesia, debe tener plena confianza en el Espíritu Santo para llevar a cumplimiento su misión en el mundo, que es hacer llegar el Evangelio a todos los ambientes. Por último, también está presente en el testimonio de los santos, donde se manifiesta su santidad. En la Regla de Vida, en el número catorce, se nos anima a apoyarnos en el Espíritu Santo para poder llevar a cabo esta misión de discípulos. Así, podemos descubrir que el Espíritu Santo es el alma que guía a la Iglesia, la conduce y la hace crecer a pesar de las dificultades que le suponemos los hombres.

El conocimiento de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad se convierte así en camino necesario para nuestra santidad y nuestra actitud ante el mundo en el que vivimos. No se trata de una mera potencia impersonal que sale de Cristo, sino de una Persona distinta al Padre y al Hijo, que el Padre envía en nombre del Señor Jesús. “El término ‘Espíritu’ traduce el término hebreo Ruah, que en su primera acepción significa soplo, aire, viento. Jesús utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a Nicodemo la novedad transcendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3,5-8)” (CEC 691). El nombre define a la persona, la revela, y al revelarla manifiesta que el Padre y el Hijo lo han acercado a nosotros para que entremos en relación, en una relación personal.

Reconocer y tratar al Espíritu Santo como Persona es una condición esencial para la vida cristiana de fe y caridad. La presencia de Cristo en medio de los hombres abre el camino a la presencia del Espíritu Santo, que es una presencia interior, una presencia en los corazones humanos, capaz de renovar la vida del hombre. Es la recreación del hombre nuevo, del hombre según el Espíritu, la concesión de una dignidad superior a la persona humana que no se queda en la persona misma, sino que da nuevo valor a las relaciones interpersonales, tanto en el ámbito familiar como social.

Dios, en su infinita misericordia, “ha derramado su amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5). Esta entrega del Espíritu renueva nuestra semejanza con Dios emborronada por el pecado y nos proporciona una vida nueva en Cristo al haber recibido la fuerza del Espíritu Santo. Gracias a esta fuerza, los hijos de Dios podemos dar fruto, “el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gál 5,22-23). El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos a Cristo; les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su muerte y resurrección; en definitiva, les hace presente el misterio de Cristo para llevarlos a la comunión con Dios. En un comentario al evangelio de san Juan, san Cirilo de Alejandría nos dejó estas preciosas palabras, que resumen perfectamente la misión del Espíritu Santo entre los hombres y su estrecha complementariedad con la misión salvífica de Jesucristo: “Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios. Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí [...] y hace que todos aparezcan como una sola cosa en Él. Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual”.

Para terminar, volvamos a las palabras del concilio de Constantinopla. Dejémonos iluminar por ellas y hagámoslas nuestras, de forma que, por nuestra parte, el Espíritu Santo reciba la misma gloria que el Padre y el Hijo, y que nos dejemos inundar por Él en su Iglesia a través de la oración, las Escrituras y la Tradición por Él inspiradas, para que podamos dar pasos hacia esa misión salvífica de la que Jesucristo nos hace partícipes a través del Espíritu Santo.

VER. Partiendo de la vida

1. Puedo compartir con el grupo algún hecho de vida en que fui consciente de la presencia del Espíritu Santo en mi interior como fuerza impulsora de mis proyectos, que me dio fuerzas en tareas duras, me inspiró palabras en los momentos adecuados, etc., todo ello, con fortaleza y audacia inesperadas. Por el contrario, puedo compartir algún momento en el que no haya sido capaz de alcanzar mis metas por haberme apoyado solo en mis propias fuerzas.

2. Puedo relatar algún momento en que sintiese verdaderamente la presencia del Espíritu Santo: durante una confesión, tras participar en la Eucaristía, en una Adoración Eucarística, etc.

3. También puedo hablar al equipo de aquel momento de mi vida en que sentí cierta sequedad espiritual y me era más difícil notar la presencia del Espíritu Santo. ¿Qué hice para ponerle solución? ¿Cómo me ayudó la Iglesia con los medios que me ofrece (sacramentos, oración, dirección espiritual) a experimentar esta comunión con Él?

4. También puedo compartir ese momento de mi vida en que reconocí la presencia del Espíritu a través de las palabras o de los actos de otra persona, y cómo esta experiencia me animó a ser como ellos y a dejarme hacer por el Espíritu. Por el contrario, aquella otra vez en la que no fui capaz de ver todas las señales que me enviaba el Espíritu a través de personas o acontecimientos y seguí esperando su asistencia, sin darme cuenta de que ya me la estaba brindando.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• El Espíritu Santo es fuente y origen de vida a lo largo de la Escritura. Es el soplo de Dios durante la creación del hombre (Gén 2,7); está presente en la concepción de Isaac por parte de Sara y Abrahán (Gén 18,1-15), hizo posible la concepción de S. Juan Bautista (Lc 1,36). Su misión de “dador de vida” culmina con la encarnación de Jesús en la Virgen María (Lc 1,26-38).
• La llegada del Espíritu Santo ya fue esbozada por los profetas del Antiguo Testamento (Is 11,1-2; Ez 36,24-30), y confirmada en el discurso de despedida de Jesús en la Última Cena (Jn 15,18-27. 16).
• La irrupción del Espíritu Santo en Pentecostés marca el inicio de la actividad de la Iglesia (Hch 2,1-11).
• El Espíritu Santo se muestra en el Evangelio enmarcado en la Santísima Trinidad. Este ejemplo de unión entre las Tres Personas, tan importante para nuestra fe, se puede ver en momentos como el bautismo del Señor (Mt 3,13-17) o la Transfiguración en el monte Tabor (Mc 9,2-13).

B) Magisterio de la Iglesia

• Para este tema sería conveniente empezar leyendo los puntos del Catecismo que se refieren al Espíritu Santo (CEC 683-747). Sobre el significado de la fe en el Espíritu Santo (CEC 685-687), las formas que tenemos de conocerlo (CEC 688) y su misión junto con Cristo (CEC 689-690).
• La función del Espíritu Santo en la historia de la salvación (DetV 51-54); la unión entre el hombre y el Paráclito (DetV 58-60). El Espíritu Santo como amor recibido por el creyente (CV 5) y como lazo infinito de amor (LS 238). La misión del Espíritu tras Pentecostés (LG 4); la presencia vivificadora del Espíritu en la sociedad (GS 26; DCE 21). Acerca de la misión del Espíritu en la Iglesia (AG 4). Presencia del Espíritu en los sacramentos, en particular, en la Eucaristía (SCa 13).
• El Espíritu es indispensable para comprender la Revelación (VD 15); lleva a la verdad entera (VD 15; SCa 12); sostiene, inspira y une a la Iglesia (EG 117; VD 15). El Espíritu sopla donde quiere, pero nuestra entrega es necesaria (EG 279). Jesús, al entregar su espíritu, preludia el don del Espíritu Santo (DCE 19).
• El Espíritu como fuerza motriz de la evangelización (EN 75); en la gracia del Espíritu Santo está la “principalidad” de la ley (EG 37), y no en la norma de la materia (SpS 5); el Espíritu como elemento transformador de nuestros corazones (EG 117) y para el servicio de la caridad en la sociedad (DCE 28-29); el Espíritu como amor en la familia divina (AL 11), que es amor recibido (CV 5) y, por tanto, lazo de amor infinito (LS 238).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Un buen compromiso para este tema podría ser hacer costumbre de incluir en nuestra oración diaria frecuentes invocaciones al Espíritu Santo, en momentos concretos de la jornada: al levantarnos, al salir de casa, al comenzar una tarea apostólica, justo antes de dormir… Para ello, la memorización de alguna oración al Espíritu Santo (si es que no la sabemos ya) es muy pertinente, como el Veni creator o el Ven, Espíritu Divino.

Otro buen compromiso, de carácter formativo, podría ser la lectura de la encíclica Dominum et Vivificantem, del papa san Juan Pablo II. Ello nos ayudaría a preparar bien el corazón para el temario que acabamos de comenzar. O aprovechar para repasar el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el que se manifiesta el poder del Espíritu Santo a través de los apóstoles, en los primeros pasos de la Iglesia.

También podría servir como compromiso, estar atento en la vida diaria a esas señales de las que ya hemos hablado, que nos manda el Espíritu a través de otros hermanos, y que tantas veces le pedimos con insistencia en la oración, para que no nos pasen inadvertidas; así, además, estaremos llevando la oración a la vida.

Como compromiso de grupo podemos hacer lo posible para que la persona del Espíritu Santo esté más presente en las celebraciones de la parroquia. Podemos para ello preparar una monición de entrada, alguna petición o elegir cantos que estén acordes con esta idea. También podemos comprometernos a comenzar nuestras reuniones con una invocación seria al Espíritu Santo, o preparar juntamente con el resto de grupos de la parroquia un retiro de oración en el que reflexionemos con textos sobre el Espíritu.

Tema 2. Ley del Espíritu, cultura de la vida

LEY DEL ESPÍRITU, CULTURA DE LA VIDA

“La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús” (Rom 8,2)

OBJETIVO

Profundizar en el carácter sagrado e inviolable de la vida humana, don de Dios, y descubrir el lugar concreto en el que desempeñar nuestro compromiso de servicio al evangelio de la vida, “que obliga a todos y cada uno y es una responsabilidad propiamente eclesial” (EV 79).

INTRODUCCIÓN

Desde la creación del universo, todo el entorno del hombre es como una explosión de vida. Los seres más microscópicos, las plantas, las algas, los pequeños insectos, los animales domésticos, todos cambian, se relacionan, viven, en definitiva. En primavera parece como si la vida toda se revalorizara y como si no pudiera guardar ya tanta vitalidad y se desbordara invadiendo cada rincón de lo creado. El mundo de la naturaleza nos sorprende, las ciencias van arrancándole sus secretos mejor guardados. Las leyes de la reproducción de las plantas, los comportamientos animales en los distintos momentos de su existencia, incluso el lenguaje de las abejas que, pese a su tamaño, son capaces de informar, hasta detalles increíbles, acerca de la localización de las flores más atractivas.

Y como culmen del mundo creado por Dios, el ser humano, el hombre y la mujer; las únicas criaturas que Dios ha querido por sí mismas. “Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gén 1,26-27).

Los primeros teólogos cristianos, basándose en este texto y en otros como Job 10,8: “tus manos me modelaron e hicieron”; o Sal 118,73: “tus manos me hicieron y me formaron”, interpretaron el hecho de la creación del hombre en clave trinitaria. El “hagamos” que Dios pronuncia, va dirigido a sus manos; y las manos del Padre no son otras que el Hijo y el Espíritu Santo. Ellos dos, Verbo y Espíritu, moldearán la tierra mezclada con la potencia de Dios para hacer al ser humano. El Hijo, en cuanto medida, imagen y forma del Padre, actúa para que el cuerpo humano, incluso en su vertiente visible, manifieste la forma de Dios. El Espíritu Santo interviene para que la potencia divina, que había sido mezclada con la tierra, también quede dinámicamente configurada como germen espiritual, como hombre interior, destinado a desarrollarse paralelamente al hombre exterior modelado por el Verbo.

Hasta que Dios crea al hombre, todo había sido llamado a la existencia por la palabra. Sin embargo, al hombre, Dios se dispone a hacerlo con sus propias manos: “hagamos al hombre”. Este cuidado exquisito manifestado por Dios al crear al hombre nos descubre el inmenso amor que el Padre nos profesa. Él crea a cada persona en su singularidad, en un acto de amor en el que se entrega como padre a su criatura. Cada hombre, cada mujer es pues, una riqueza insondable que Dios ha puesto en el mundo para que aporte lo mejor de sí mismo, en orden a desarrollar lo creado, y está llamado a participar en la vida misma de Dios. En este sentido, la vida de cada ser humano ha de entenderse como un don de Dios.

El ser humano, al acoger el don de la vida, debe comprometerse con responsabilidad y firmeza a mantener indeleble la verdad que es inherente a la vida. Esta verdad, revelada por Dios en su ley, no es otra que el hecho de que la vida solo puede desarrollarse en el bien. “El bien que hay que cumplir no se sobrepone a la vida como un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es el bien y la vida se realiza solo mediante el cumplimiento del bien” (EV 48). La ley de Dios es el único camino que conduce al hombre al bien. La norma establecida por el Padre es el mejor proyecto para cada persona de cada momento de la historia, ya que ha sido Dios, desde su sabiduría y su infinito amor por cada uno, quien la ha inscrito en el corazón de cada hombre y cada mujer, constituyendo así al bien como su inclinación más profunda y la única forma de conquistar la felicidad, la dignidad y la grandeza del hombre.

Es Jesucristo quien lleva a plenitud la ley haciéndola ley nueva, “ley del Espíritu de vida” (Rom 8,2). La expresión fundamental de esta ley, resumida en el amor al prójimo es, a semejanza y ejemplo del Maestro, el don de uno mismo por los otros.

En Cristo, la ley del amor y el don de sí ofrecen al hombre una vida nueva: el creador de la vida humana ofrece ahora a la criatura la vida divina. El Espíritu es el “dador de vida”, que decimos en el Credo, de vida divina. La vida divina nos es dada, por el Espíritu Santo, en el bautismo. Esta donación no puede entenderse sin una concepción de la vida del otro como algo que Dios ha puesto en nuestras manos, un don que nos confía para su cuidado (cf. EV 87). De este modo, la vida de aquel aparece como sagrada e inviolable, de un valor supremo, dado por ser imagen y semejanza de Dios y por el amor infinito y la predilección que Dios siente por él. Es una vida humana que puede recibir una vida divina, revelando así la plenitud de su dignidad.

Este es el clima en el que podremos desarrollar lo que S. Juan Pablo II llamó “cultura de la vida”, en contraposición a la “cultura de la muerte” que impera en nuestra sociedad, en la que solo parecen tener derechos los que producen o reportan algún bien material o los elegidos por el capricho de las modas. El anciano, el niño que aún no ha nacido, el parado, el inmigrante, la madre sotera que se atreve, frente a la oposición general, a traer a su hijo al mundo, el enfermo que se enfrenta a la muerte, el encarcelado, el drogadicto, el enfermo de sida, el pordiosero…todos son destinatarios de los desvelos, los trabajos y la dedicación del servidor del evangelio de la vida. Solamente con la fuerza del Espíritu Santo, de la vida divina, se puede desvelar el profundo sentido que tiene trabajar por el hombre en todas esas dramáticas circunstancias, y hacer así de la vida, en cualquier tarea y con cualquier destinatario, un culto de alabanza que agrada a Dios (cf. EV 86). Servir al evangelio de la vida significa trabajar en favor de la vida de cada hombre desde la caridad de Cristo y hacerlo de forma absoluta: “sin unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de hacerse cargo de toda vida y de la vida de todos” (EV 87).

VER. Partiendo de la vida

1. Presentar hechos de vida que muestren mi actitud ante la urgencia con la que se nos insta a trabajar en favor de la vida: si me escudo tras circunstancias aparentemente eximentes como juventud, poca formación, muchas ocupaciones…o, si por el contrario me siento llamado y respondo con disponibilidad.

2. Puedo compartir con el grupo hechos de vida que dejen ver cómo la vida de aquel al que he acercado al evangelio ha cobrado plenitud y sentido al ser iluminada por el Espíritu de vida.

3. ¿Cómo es mi idea sobre el valor de la vida humana? ¿Respeto como algo sagrado la vida de cada hombre o hago, aunque sea de forma inconsciente, distinciones entre las personas según sus circunstancias o peculiaridades? Ilustrar con hechos de vida.

4. Analizar con hechos de vida mi actitud de servicio al evangelio de la vida: si trato, desde la caridad de Cristo, de hacer más plena la vida de aquel al que atiendo; o si, por el contrario, solo me afano en aliviar sus carencias más superficiales.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• La ley de Dios es fuente de vida (Bar 4,1-4; Dt 30,15-16; Eclo 17,1-14). La Palabra de Dios es sustento del hombre (Dt 8,3; Mt 4,4) y entrada a la vida eterna (Mt 19,16-17). La ley del Espíritu libera del pecado y de la muerte (Rom 8,1-4).
• Cristo es Palabra de vida (1Jn 1,1-4. 5,11-12) y luz de los hombres (Jn 1,1-4). El Señor siente compasión de sus hermanos (Mc 8,1-9) y les atiende en sus necesidades (Mt 8,1-4.14-17. 9,18-26; Mc 8,22-26; Lc 9,37-43). Programa del servidor del evangelio de la vida (Mt 25,31-40).
• El Buen Pastor ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia (Jn 10, 10), es necesario escuchar su voz para tener vida. El buen samaritano, perfecto ejemplo de quien reconoce el valor de la vida (Lc 10,29-37). El Apóstol de los gentiles nos insta a dar con alegría (2Cor 9,7-10).
• La fe se prueba en las obras de caridad con los demás (Sant 2,14-17), atendiendo las necesidades ajenas (Rom 12,9-21), ayudándonos unos a otros (2Cor 8,14-15) en especial, a los más pobres entre los pobres (Sant 1,27).

B) Magisterio de la Iglesia

• La ley divina es camino de vida y de verdad (CEC 2032-2037), es Buena Noticia y salvaguarda la vida del hombre (EV 48-49). En la creación del hombre, Dios le da una dignidad superior (GrS 6; LS 65; LF 54); Él ama Ley del Espíritu, cultura de la vida 23 a cada hombre desde el principio y está presente en la paternidad y la maternidad humanas (GrS 9; LF 53-54).
• El Espíritu impulsa el servicio al evangelio de la vida (DCE 19); en los que sufren (SpS 36); en los necesitados (MV 8-9; EG 187-188. 197-201). También puede llamarse “cultura del cuidado”, y es un ejercicio maduro de la caridad (LS 231). La mística cristiana consiste en reconocer a Cristo en el rostro del pobre (LS 233). La vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable (EV 40. 53-57) y por ello debe ser defendida (FC 30; CEC 2258-2301). La familia protege la vida en cada etapa (AL 187-198), desde el amor exigente (GrS 14). Amor de madre y de padre (AL 172-177). La educación como verdadero servicio a la vida (GrS 16; AL 84-85). Sobre el mandamiento de honrar padre y madre (GrS 15).
• Cada nueva vida, don de Dios, es razón de la urgencia misionera (RMi 7). Precioso comentario sobre el tiempo del embarazo (AL 168-171). San Juan Pablo II calificó el aborto de “desorden moral grave” y “crimen nefando” (EV 58-63); y la eutanasia como “grave violación de la ley de Dios” (EV 65).
• Descripción del trabajo de la Iglesia al servicio de cada vida humana (DCE 20-23). La medicina al servicio de la vida como signo de esperanza (TMA 46). La fe impulsa a trabajar por los demás (LF 51). La ecología humana lleva a la ecología ambiental (CV 51-52).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Como compromiso apostólico para llevar a cabo nuestro quehacer en favor del evangelio de la vida, proponemos en primer lugar defender la vida y el derecho a la vida de todo hombre, en las redes sociales, con comentarios documentados y fundamentados en la ley de Dios y el Magisterio de la Iglesia. Otro compromiso podría consistir en tomar parte activa en asociaciones que trabajen en favor de la vida: con madres gestantes en riesgo de cometer un aborto, con mujeres maltratadas que intentan sacar a sus hijos adelante, atendiendo a marginados en comedores o dispensarios de Caritas, etc.

También en este tema nuestra familia es un buen campo de compromiso. Por ejemplo, ocupándonos de que nuestros ancianos vayan acompañados al médico, de que tengan oportunidad de salir a pasear, de que no se sientan marginados del resto de la familia más joven, etc. Procurar una relación organizada, no puntual, entre un joven o adulto con los más mayores de la parroquia, que puedan estar más solos. También, cuidar la espiritualidad de los más pequeños, hijos, sobrinos o nietos, proporcionándoles una sólida educación en la fe. Otro compromiso puede ser sensibilizarse con el mundo de la discapacidad, haciéndonos conscientes de las limitaciones que conlleva, tratando de eliminar las barreras arquitectónicas de nuestras parroquias o ayudando a las personas a acceder al templo. Para ampliar nuestra formación en este campo, proponemos leer o releer la encíclica Evangelium vitae, de S. Juan Pablo II, documento emblemático de la defensa de la vida.

Como compromiso de grupo, proponemos visitar juntos una residencia de ancianos o una cárcel y dar así testimonio de la misericordia de Dios, que sale al encuentro de todo hombre. Otro compromiso de grupo podría consistir en quedar un día para ir juntos a donar sangre, los que estemos en condiciones de hacerlo.

Tema 3. La confirmación don del Espíritu

LA CONFIRMACIÓN DON DEL ESPÍRITU

“Se pusieron a discutir con Esteban, pero no podían resistir a la sabiduría ni al Espíritu con que hablaba” (Hch 6,9-10)

OBJETIVO

Tomar conciencia de que en la confirmación recibimos la ayuda del Espíritu Santo para iluminar nuestro continuo proceso de maduración personal de fe, para lograr una coherencia entre la fe y la vida, y para defender y anunciar nuestra fe.

INTRODUCCIÓN

Cuando nacimos, nuestros padres nos dieron lo que ellos creían mejor para nosotros: el bautismo. En la mayoría de los casos no éramos conscientes, y por eso en nuestro nombre hicieron la profesión de fe. Por el bautismo, entramos a formar parte de la Iglesia, y nos convertimos en sacerdotes, profetas y reyes. Cuando somos niños y vamos teniendo conciencia, se nos transmite la fe y la vivimos tal cual somos, de forma inocente, aceptando confiadamente todo lo que nos dicen nuestros padres y catequistas.

Según vamos madurando, nuestro pensamiento se vuelve más racional y es necesario que la fe también madure para que pueda seguir presente en nuestras vidas. Así, la adolescencia y la juventud son momentos particularmente importantes para que las personas sean acompañadas en un proceso formativo. En este proceso, debe presentarse a Cristo de una manera que, fácilmente, pueda relacionarse con la vida. De este modo, fuera de la catequesis, cuando la persona tenga experiencias personales que la vayan introduciendo en el mundo adulto y le hagan crecer personalmente, podrá integrar su fe en estas experiencias personales, así como en las inquietudes y los interrogantes vitales que le vayan surgiendo. Y la fe será un aspecto más que se desarrolle en la persona. Aunque pueda parecer que esta maduración culmina con los sacramentos de la iniciación cristiana, la maduración en la fe es continua y permanente, ya que nunca dejaremos de tener experiencias personales que nos hagan crecer, y siempre podremos buscar formación que se adapte a nuestras circunstancias. Según san Juan Pablo II, “cuanto más nos formamos, más sentimos la exigencia de proseguir y profundizar tal formación” (ChL 63).

El sacramento de la confirmación juega un papel muy importante en esta maduración; en él somos ungidos por el Espíritu Santo y recibimos sus siete dones para poder vivir esta misión de sacerdotes, profetas y reyes en medio de la sociedad en la cual estamos insertos. Todos los cristianos somos sacerdotes y estamos llamados a hacer de nuestra vida una continua alabanza al Padre. Los fieles somos sacerdotes y ejercemos este sacerdocio cada vez que nos dirigimos a Dios y le presentamos nuestras preocupaciones, ilusiones, inquietudes, dificultades, alegrías, nuestras necesidades y las del mundo entero; recibimos los dones del Espíritu Santo precisamente para vivir todas estas situaciones unidos a Cristo, el sumo y eterno sacerdote. Cristo es rey y es el primero en todo, pero no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida. Los cristianos ejercemos nuestra realeza sirviendo a Cristo en sus hermanos, mirando a nuestro alrededor, al ambiente en el que estamos insertos, y poniendo de nuestra parte para ayudar a edificar el Reino de Dios. Los cristianos somos consagrados profetas, por lo que tenemos la capacidad de llevar la Palabra de Dios a los demás. De esta forma, como auténticos testigos de Cristo, seremos capaces de extender y defender la fe con nuestras palabras y nuestras obras (cf. LG 34-36).

Estas tres funciones se encuentran enraizadas en Cristo, y así podemos ver cómo los cristianos hemos recibido del mismo Jesús la misión de iluminar a todos los hombres con su luz, a través de nuestro testimonio de vida y nuestra palabra (cf. Mt 28,18-20) y experimentamos con san Pablo las exigencias del apostolado: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1Cor 9,16). Ningún cristiano debe pensar que no es capaz de participar de la misión evangelizadora de Cristo ya que siempre podemos contribuir mediante nuestro apostolado personal. También Jesucristo nos dijo que somos sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14), que tenemos un gran tesoro capaz de iluminar las realidades del mundo, de las personas y de la sociedad, un tesoro en el cual está la Salvación.

Para cumplir con este mandato de Cristo, contamos con la ayuda del Espíritu Santo: “cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo” (Jn 15,26-27). Este Espíritu, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el que recibimos en el sacramento de la confirmación “para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y no sentir jamás vergüenza de la cruz” (CEC 1303). Nuestra vocación de cristianos confirmados nos lleva a dar testimonio de nuestra fe en todos los ámbitos de nuestra vida: familia, profesión, sociedad, de amistad...

Si estamos insertos en la sociedad, en nuestro ambiente, la gente va conociéndonos y si somos valientes y nos mostramos tal como somos las personas descubren cómo Dios actúa en nuestras vidas. El Espíritu nos da esa valentía, valentía también necesaria para defender la fe ante quien la ataque. En ocasiones puede ocurrirnos que nos crucemos con personas que atacan nuestra fe o a la Iglesia. La defensa de la fe no consiste únicamente en dar una respuesta de libro a cada crítica, sino que ha de ser una defensa que nazca desde nuestra experiencia y desde el amor a Jesucristo y a su Iglesia y nos lleve a aceptar que el otro es una persona como nosotros, hablando tranquilamente, interesándonos por la razón que le hace mantener esa postura y defendiendo la nuestra desde el conocimiento. Además, a veces se requiere honradez y humildad para reconocer los errores que puedan haberse cometido desde la Iglesia y luchar por mejorar la situación. De esta manera, vemos que el testimonio y la defensa de la fe son procesos que requieren madurez, que van más allá de una imposición, que nacen, de forma valiente y natural, de las personas que tienen la fe integrada en su vida, inspiradas por el Espíritu Santo.

En la confirmación, la Iglesia confirma como testigo al bautizado; la Iglesia confirma. Los que reciben el sacramento de la confirmación son marcados con el carácter del sacramento del bautismo: esto significa que el sello del Espíritu Santo, sello indeleble, hace del confirmado un testigo vivo de Jesucristo, el Mesías de Dios. Este testimonio no es algo opcional: es parte de la esencia del iniciado, de tal forma que crece en su ser mismo en la medida en que ofrece su testimonio con las obras, y a veces con las palabras. Según va creciendo en esa relación con el Espíritu, en él va viéndose, cada vez más claramente, al mismo Cristo, de tal forma que la imagen que se recibe en el bautismo y se fortalece en la eucaristía, se ve aquí llamada a ser ratificada, llevada a plenitud, confirmada cada día, en cada decisión. Por su parte, el confirmado confirma su fe cada domingo, en cada eucaristía, en cada pequeño testimonio de fe, etc.

Así, hemos visto que la confirmación se entiende en continuidad con el bautismo. Estos dos sacramentos, juntamente con la eucaristía, forman un único evento salvífico que se llama iniciación cristiana, en el que somos introducidos en Jesucristo muerto y resucitado y nos convertimos en nuevas criaturas y miembros de la Iglesia. Según el Catecismo: “La participación en la naturaleza divina que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el bautismo se fortalecen con el sacramento de la confirmación y finalmente, son alimentados en la eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad” (CEC 1212).

Por tanto, el sacramento de la confirmación es gran ocasión para acoger la salvación de Cristo en nuestras vidas, haciéndonos en este caso cristianos adultos que, con la ayuda del Espíritu Santo, vivimos como apóstoles en medio del mundo dispuestos siempre a dar razones de nuestra esperanza (cf. 1Pe 3,15).

VER. Partiendo de la vida

1. Presentar hechos de vida en los que he sido consciente de que mi manera de actuar, de vivir una situación, de darme a conocer, es decir, mi testimonio de vida, haya podido acercarle a otra persona la palabra de Cristo. Por el contrario, puedo contar un hecho de vida en el que, por guardar silencio o no mostrarme como cristiano, perdí una ocasión de testimoniar mi fe. También, puedo presentar un hecho de vida en el que ante un ataque a nuestra fe haya hecho una defensa de forma más explícita

2. Aportar hechos de vida que reflejen si se está dando en mí ese proceso de maduración constante de la fe: si me formo adecuada y continuadamente, si acudo con frecuencia a los sacramentos, si me dejo aconsejar; o si estoy pasando o he pasado momentos en los que mi fe se ha visto estancada por apartarme de estos cauces. 3. También puedo compartir con el equipo

aquella ocasión en la que se hizo un ataque a la fe estando yo presente y, sintiéndome instrumento en manos del Espíritu, hice una firme y explícita defensa de mis creencias. O, por el contrario, aquella otra vez en la que una prudencia mal entendida me llevó a guardar silencio ante un ataque directo a la Iglesia o al Papa.

4. Finalmente, puedo dedicar unos momentos a recordar y compartir cómo viví el día de mi confirmación, lo que supuso para mí la formación que me impartieron para recibir este sacramento y las implicaciones que posteriormente ha tenido en mi vida.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

Pentecostés supone el envío de los discípulos a ser testigos de Cristo (Hch 2,4), a dar testimonio por el Espíritu como ha hecho Jesús (Lc 4,16-22).
• El anuncio de la salvación ofrecida en Jesucristo, está por encima de toda autoridad humana (Hch 4,19-20) y puede realizarse a pesar de todas las dificultades, con la ayuda del Espíritu Santo (Mt 10,16-20. 24-25).br/> • La imagen evangélica de la vid y los sarmientos nos revela un aspecto fundamental de la vida y de la misión de los laicos: la llamada a crecer, a madurar continuamente, a dar siempre frutos (Jn 15, 1-8).br/> • El mismo Jesucristo también pasó por un proceso de crecimiento y maduración personal (Lc 2,40). En su vida, surgen tentaciones que aprende a superar (Lc 4,1-13). Además, el evangelio nos muestra que Jesucristo, por medio de una experiencia personal, el encuentro con una mujer cananea, experimentó compasión y curó a su hija, extendiendo así la llegada del Reino a todos los hombres y mujeres y no solamente al pueblo judío (Mt 15,21-28).

B) Magisterio de la Iglesia

• Sobre el origen y el sentido del sacramento de la confirmación (CEC 1285-1321); por la que se nos capacita para difundir y defender la fe y para edificar la Iglesia (LG 11-12). Prestar atención a que nuestros niños y jóvenes completen su iniciación cristiana (Francisco, Audiencia general, Plaza de San Pedro, 29 de enero de 2014). Avanzar por el camino de la vida cristiana con estos dones en compañía de Jesús (Benedicto XVI, Discurso, Estadio “Meazza”, San Siro, sábado 2 de junio de 2012); para la edificación del Cuerpo de Cristo (SCa 17).
• Los fieles ejercen su oficio sacerdotal por medio del Espíritu (LG 10. 34; SCa 17). En la confirmación se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe (AG 11; LG 11) y para la edificación de la Iglesia (LG 12; TMA 45). Sobre el sacramento de la confirmación, Divinae consortium naturae, de Pablo VI.
• Objetivo y campos de la formación de los laicos (ChL 57-59; AA 29). La iniciación cristiana es llevada a plenitud por la eucaristía (SCa 17). Bautismo, confirmación y eucaristía, momentos decisivos para la persona y la familia (SCa 19). La fe transforma a la persona y le va haciendo madurar (LF 26) y le da ojos adecuados para ver a Jesús (LF 31). El esfuerzo de la humanidad por alcanzar la Verdad (FR 2) y progresar en su conocimiento (FR 3). La pastoral de la Iglesia está orientada al crecimiento de los cristianos (EG 14); el anuncio de la fe debe provocar un camino de maduración (EG 160). Sobre la enorme importancia de la educación (AL 261-264).
• El Espíritu Santo mueve al cristiano a hacer en su vida obras de amor (EG 37); lo libra de obrar por apariencias, lo que supone un signo de madurez (EG 97). El Espíritu Santo fecunda la cultura de una comunidad (EG 116).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Como hemos visto a lo largo del tema, la maduración ha de ser un proceso continuo en la vida del cristiano, más aún si se es militante de la Acción Católica, como es nuestro caso. Como compromiso, proponemos ahondar en nuestra formación, por ejemplo, asistiendo con regularidad al Aula de Teología de nuestra asociación o a alguna que se celebre en nuestras parroquias; leyendo en profundidad el último documento pontificio; estudiando el Proyecto de la Acción Católica General; estudiando en el Catecismo un tema concreto que me preocupe o que ocupe la actualidad, etc. Serviría igualmente, dar un empuje a nuestra vida espiritual con un compromiso más serio de oración, de dirección espiritual, de frecuencia en los sacramentos. Podría servirnos muy bien, asumir como compromiso estar más atentos a las circunstancias que se nos presentan para actuar de forma verdaderamente coherente con nuestra fe, eliminando dicotomías, dobles raseros y cosas parecidas.

También podemos comprometernos a intervenir con valentía la próxima vez que, en una sobremesa, en una reunión de trabajo, en una charla con amigos, se ataque a la Iglesia o a alguno de los dogmas de la fe, haciendo una firme defensa de aquello en lo que creo. Otra buena forma de compromiso podría ser acercarnos a una persona dentro de nuestro ambiente que esté desencantada con la fe o con la Iglesia e iniciar una conversación con ella, escuchándola y procurando entender por qué mantiene esa postura y que, en un diálogo sincero y sereno, la otra persona pueda escuchar también nuestra postura.

Como compromiso de grupo podemos preparar una acción sencilla de defensa de la fe. Un ejemplo puede ser usar los medios de comunicación, como las redes sociales, para preparar una respuesta a un ataque que hayamos sufrido a nuestras creencias; respuesta que ha de ser humilde y no un contraataque surgido de la frustración. También sería muy bueno publicar un escrito en el que queramos dar a conocer un aspecto de la fe en concreto.

Tema 4. El Espíritu, y la nueva evangelización

EL ESPÍRITU, Y LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el confín de la tierra” (Hch 1,8)

OBJETIVO 

Reconocernos hoy como enviados de Cristo a nuestros pueblos y naciones de raíces cristianas, para anunciar de nuevo la alegría de sabernos amados y salvados por Él.

INTRODUCCIÓN

Son numerosas las ocasiones en las que hemos oído el término Nueva Evangelización. Numerosas son las exhortaciones que nos han invitado a ella, pero, ¿sabemos realmente lo que significa? Parece que, lo que sí tenemos claro, es que evangelizar no consiste exclusivamente en transmitir una lección pedagógica sobre quién era Jesucristo y lo que hizo, ni tampoco en conseguir conversos para nuestras listas, sino en trasmitir la alegría y la experiencia propias de haberse sentido amado y salvado por Él. ¿Dónde reside entonces la novedad de la Nueva Evangelización? En evangelizar, no desde lo que pasó, sino desde el aquí y el ahora, en nuestro día a día y desde la realidad que nos rodea, la misma realidad a través de la que nos habla Cristo en el mundo actual.

Sin embargo, si volvemos la mirada atrás, a las primeras comunidades cristianas, encontraremos que laicos y pastores ya hacían esto, se esforzaban en hacer de su vida corriente un mensaje cristiano (Carta a Diogneto). Antes incluso, Juan Bautista señaló a Jesús como el Cordero de Dios, y Juan y Andrés le siguieron (Jn 1,35-39). Andrés llevó a su hermano Pedro (Jn 1,40-41). Por ese mismo Espíritu, Pablo se dirigió en el Areópago a las cabezas que regían la polis griega, cuna de nuestra civilización (Hch 17,22-31). Esto es evangelización, pero puede parecer, así expresado, que nos remontamos a algo lejano, ajeno y teórico, algo que nada tiene que ver con nuestra vida. Debemos preguntarnos entonces: ¿cuáles son los areópagos de nuestra sociedad actual, de nuestra Europa de hoy? El nuestro es un continente de hondas raíces cristianas. De hecho, resulta imposible entender Europa sin el cristianismo, ya que la religión cristiana ha imbuido durante siglos la vida, la cultura y el arte europeos. Y, ahora, ¿qué está sucediendo? Pues que nuestra sociedad ha ido descristianizándose y el Viejo Continente, antaño cuna de vocaciones misioneras, se ha convertido en tierra de misión. Aquí nace el llamamiento de S. Juan Pablo II a la Nueva Evangelización, es decir, a anunciar de nuevo el Evangelio en lugares de secular tradición cristiana que han perdido la fe, donde se ha producido una ruptura entre el Evangelio y la vida, lo cual, en palabras de Pablo VI, “es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo” (EN 20).

Las nuevas realidades culturales nos retan a expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad y su inmutable significado, a personas que conocen el mensaje, pero han perdido la fe o a jóvenes que, tras varias generaciones de agnosticismo, carecen de toda cultura religiosa, en una sociedad profundamente herida por la desesperanza; a hombres y mujeres concretos vinculados a una sociedad, una cultura y un tiempo específicos.

En la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, el Papa Pablo VI nos recuerda que los nuevos tiempos necesitan nuevos métodos y sugiere algunos medios adecuados para realizar esta Nueva Evangelización. Siempre ha sido fundamental el testimonio de vida: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, y si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio” (EN 41). Sugiere también realizar una predicación viva, pues el hombre actual está hastiado por los discursos, y anima a utilizar los medios de comunicación modernos puestos a disposición por nuestra civilización, pero sin perder en ningún caso el contacto personal, pues es lo que permite penetrar en el corazón y la conciencia de cada hombre particular. El anuncio ha de ser además explícito, es decir, no debe avergonzarnos manifestar que lo que anunciamos tiene un nombre y una doctrina. Por su parte, el Papa Francisco repite en sus discursos: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y machacada por salir a la calle que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG 49). Nos anima a salir a la calle, a ser “Iglesia en salida”, como le gusta decir, a abrir las puertas de nuestras iglesias, a “hacer lío”, y a comportarnos, no como controladores de la gracia, sino como facilitadores de ella.

En esta misión evangelizadora, que se nos encomienda de forma constante, no podemos perder de vista que el Espíritu Santo es el verdadero protagonista de toda labor eclesial. Este actúa en las personas que evangelizan impulsando a anunciar y es quien, en lo hondo de las conciencias de los oyentes, permite que se pueda aceptar y comprender la Palabra de salvación. No hay evangelización posible sin Espíritu Santo. Sobre Jesús desciende el Espíritu en el momento de su Bautismo, es conducido, también por el Espíritu, al desierto antes de comenzar la misión evangelizadora; inaugura a la vuelta, su predicación, aplicándose a sí mismo el pasaje de Isaías: “el espíritu de Dios está sobre mí”. Como puede verse, no es casualidad que, solo después de que los apóstoles reciban el Espíritu en Pentecostés, comience la obra de evangelización de la Iglesia.

La acción del Espíritu Santo se produce en todo tiempo y lugar, aunque se manifiesta de modo particular en la Iglesia y en sus miembros. Su presencia y acción son universales, sin límite de espacio ni de tiempo. Es el mismo Espíritu que actuó en Pentecostés el que, en la actualidad, infunde la fuerza para anunciar en esta era de Nueva Evangelización, para hacerlo con parresía, es decir, diciéndolo todo con valentía, con libertad y en voz alta. Al igual que quitó el miedo a los Apóstoles, nos quita el miedo hoy a nosotros, ese es su poder. Nos permite hablar sin miedo de la experiencia personal de Cristo, nos ayuda con los nuevos retos y a anunciar en una nueva cultura.

Debemos ser, pues, evangelizadores con Espíritu, es decir, debemos abrirnos sin temor a la acción del Espíritu Santo, igual que hicieron los Apóstoles en su momento. La evangelización con Espíritu no es una serie de tareas vividas como una obligación, ni tampoco se queda en una mera propuesta mística, pues las propuestas parciales terminan por no llegar. La verdadera evangelización une el compromiso social con una espiritualidad que transforma la vida y el corazón.

Apertura a la novedad, armonía y misión son las tres dimensiones de la acción del Espíritu que son esenciales en todo apostolado y que deben brillar personalmente en todo cristiano. Un cristiano, movido por el Espíritu, es testigo del amor de Cristo por el hombre, y las personas que reciben esa ayuda, esa manifestación de amor, se preguntan cómo le es posible al evangelizador plantear y vivir así su existencia. Esto los lleva a descubrir en él la fuerza del Espíritu que le hace ser testigo ante sus hermanos del Dios que vive para siempre.

Por último, cabe destacar, respecto al papel del Espíritu en la Evangelización, lo que nos recuerda el Papa Francisco: “Es siempre necesario despejar un espacio interior a través de la oración para otorgar sentido al compromiso y la tarea que se va a realizar. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor y de invocación del Espíritu, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades y el fervor se apaga” (EG 262).

VER. Partiendo de la vida

1. Hechos de vida en los que he sentido la presencia del Espíritu Santo al hablar a otros de mi experiencia de Cristo, ya sea iluminando mi palabra, dándome fuerza, o venciendo mi miedo. Poner ejemplos de otros momentos, en los que, por el contrario, he vivido la labor evangelizadora como una serie de tareas o actividades obligatorias.

2. Momentos de vida que muestren aquellos métodos o formas con los que yo he sido evangelizado, es decir métodos o cosas con los que otras personas han logrado transmitirme el mensaje de Cristo y su propia experiencia de Él. Recordar también aquellas cosas o métodos que no me han ayudado o me han dificultado el acercarme a la Palabra.

3. Hechos de vida en los que he pedido por la persona a la que iba a hablar de mi fe o he invocado al Espíritu para que me inspirara.

4. Hechos de vida que muestren los retos que suponen los grandes cambios sociales a los que, como evangelizadores, debemos enfrentarnos.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Proclamar con carácter alegre la Palabra de Dios (Is 40,8-10). “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz” (Is 52,7). El Señor llama a los profetas (1Sam 3,1-28) y capacita y acompaña a sus enviados (Jer 1,1-10).
• El Espíritu Santo es el que impulsa a Cristo a evangelizar (Lc 4,14). La misión de los setenta y dos significa el envío a todos los pueblos (Lc 10,1-9). Jesús no busca la comodidad de un lugar sino que recorre Galilea y Judea (Mc 1,38-39; Lc 4,43).
• Jesús nos envía a evangelizar a todos los pueblos (Mt 28,18-20) para gloria de su Padre, y sin Él nuestra labor no dará fruto (Jn 15,5-8). Antes de enviar a los discípulos, alienta el Espíritu sobre ellos (Jn 20,20-22; Hch 1,7-9).
• Pedro abre el evangelio a los gentiles tras una moción del Espíritu (Hch 10,9-22). El Espíritu escoge a Pablo y a Bernabé para la misión (Hch 13,2-4), los conduce a Macedonia (Hch 16,9-10) y a los gentiles en los foros intelectuales de la época (Hch 17,17-34), sin avergonzarse (Rom 1,16).

B) Magisterio de la Iglesia

El Espíritu manifiesta y hace presente el misterio de Cristo (CEC 731. 736-738) y construye el reino de Dios (TMA 45); es el principal agente de evangelización (RMi 28-29; EN 75). Cristo impulsa la evangelización (EG 8-10), tarea urgente de la Iglesia (ChL 33). Sobre Nueva Evangelización (EG 14). Necesidad del testimonio (EN 41) y del anuncio explícito (EN 42).
• Estrechos lazos entre Europa y la Iglesia (EinE 25; SAe 1). Cristo como origen de la unidad cultural y espiritual de Europa (EinE 18). Europa tiene el deber de no dilapidar el patrimonio de sus raíces cristianas (EinE 25). El papa Francisco califica al Relativismo como patología (LS 122-123).
• Certera reflexión histórica sobre la pérdida de la esperanza en Europa (SpS 19-21); “la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas”(EinE 7); las crisis de la familia (AL 32-35; EinE 8-9) y de los valores lleva a actuar “como si Dios no existiera” (EinE 8-9). Solo la fe sacia un corazón sediento de Dios (EinE 10). Las iglesias particulares en Europa deben ser “lugar e instrumento de comunión” (EinE 28), sin ceder al desaliento ni adaptarse a lo mundano (EinE 120).
• Debemos ser “Iglesia en salida” (EG 20. 49); ser testigos en el mundo por el Espíritu (DCE 19) que enriquece a la Iglesia evangelizadora (EG 130). El evangelizador ha de involucrarse con los más débiles y tener “así olor a oveja” (EG 24; NMI 50); ser levadura en la sociedad que se evangeliza (EG 116). La parroquia en la Nueva Evangelización (EG 28). Los dones del Espíritu Santo son para dar testimonio en la evangelización (SCa 17. 64). La alegría, virtud fundamental de esta Nueva Evangelización (EG 21-23), fruto de la misericordia que el mensaje de Cristo trae al mundo (MM 3).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Ante los retos que nos plantea la actual situación social, podríamos asumir el compromiso de hacer presente a Cristo en nuestra vida diaria: en la universidad, en la empresa, en la familia... aprovechando conversaciones cotidianas, situaciones difíciles, etc., para intervenir iluminando las circunstancias que nos rodean con la luz del Espíritu.

Otro compromiso puede consistir en tratar de acercarnos más a esa persona de nuestro entorno que busca a Dios y necesita un guía que le muestre el camino. Podemos acercarnos a esa persona pensando en cuál es la forma más adecuada de acercarle el mensaje de Jesucristo, de lo que hizo, y también para contarle nuestras experiencias de fe. Todo ello sin olvidar la importante función de la oración en la misión evangelizadora.

Como compromiso de grupo proponemos hacer una llamada en las misas dominicales para tratar de atraer, a los grupos parroquiales, a tantas personas de fe un tanto adormecida, pero que experimentarían una gran renovación si les brindáramos la oportunidad de acercarse más a la Iglesia y trabajar en ella.

Tema 5. El Espíritu, vínculo de unidad

EL ESPÍRITU, VÍNCULO DE UNIDAD

“Esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4,3)

OBJETIVO

Volver a descubrir la belleza de la Iglesia como comunidad de hermanos, en la que la unidad es requisito para que el mundo crea, y empeñarnos firmemente en mantenerla desde nuestro carisma de sentido de Iglesia.

INTRODUCCIÓN

Pieter Brueghel el Viejo, pintor flamenco del siglo XVI, nos legó una impresionante visión del pasaje bíblico de la torre de Babel, momento en el que Dios confundió las lenguas en castigo por la soberbia de los hombres. Es un óleo que muestra el ambicioso intento del hombre de edificar hasta el cielo. Al margen de la imponente construcción sin terminar, tan grande que la cuidad sita a sus pies parece insignificante, nos interesa la escena que se desarrolla en primer plano. En ella, unos vasallos parece que dan explicaciones a un rey que les exige e incluso les culpa. El resto es un grupo en el que ninguno mira en la misma dirección, nadie habla con nadie y el trabajo realmente parece no avanzar. Tienen sus ojos clavados en el suelo. El artista expresa de esta forma cómo la ambición, la soberbia, la osadía de creerse capaces de lo que solo es capaz Dios, lleva a la humanidad a la incomprensión, la desunión, el culparse unos a otros, y a no tener miras más altas que la propia medida. Exactamente igual que Adán y Eva tras el primer pecado.

Todos conocemos el reverso de esta imagen: Pentecostés. Tomemos, por ejemplo, la obra que el Greco dedicó a este tema. El primer contraste que encontramos al compararla con la obra antes citada de Brueghel el Viejo es la luz. Una espléndida y majestuosa luz que procede de la paloma que representa al Espíritu, inunda el cuadro e ilumina a todos los personajes. La Virgen, de frente y en el centro, atrae inmediatamente la mirada y nos hace entrar en ese ámbito de luz celestial. Y todos los presentes están unidos, en contacto unos con otros y mirando hacia lo alto, al foco de esa luz que los envuelve y que va a hacerles capaces de cumplir el mandato del Señor de llevar el Evangelio a toda criatura. El primer prodigio que obra el Espíritu en los apóstoles es que pierden el miedo y salen a anunciar al Señor resucitado. El otro milagro es el don de lenguas. Frente a la división de Babel, surgen ahora, la unidad y la comprensión: todos los forasteros que en esos días llenaban Jerusalén, de distintas procedencias, con distintas lenguas, pueden entender el mensaje que les dirigen unos pescadores galileos acerca de Jesús de Nazaret.

El Espíritu es enviado a los apóstoles estando en oración, velando como tenían que haber hecho aquella noche en Getsemaní. Y orando juntos, unidos, no cada uno por su lado sino todos juntos, en el Cenáculo, aquel lugar tan cargado de significado para ellos y para toda la cristiandad posterior. Este es el primer instante de la actuación de la Iglesia en el mundo. La Iglesia, nacida en la cruz del costado abierto de Cristo, comienza aquí su andadura. Y desde este primer momento es plural, está compuesta de gentes diversas, de diversa procedencia, distinta lengua, raza o cultura. Por eso, no podemos pensar que la pluralidad de la Iglesia surgiera a posteriori, según se fueran sumando convertidos de otros lugares. No. La pluralidad de la Iglesia es algo intrínseco, propio de ella desde el principio: “El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda” (Benedicto XVI, Homilía, 15 de mayo de 2005).

¿En qué consiste esta unidad? ¿Cómo la explica la Iglesia? “La unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica” (UUS 9).

Pero, desde la experiencia humana sabemos lo difícil que es conseguir y mantener la unidad, ¿cómo entonces, puede darse esta unidad dentro de la Iglesia? El Espíritu Santo es quien crea la unidad, y lo hace por medio del amor. El amor nos lleva a la aceptación recíproca de la diversidad, a amar en el otro lo que le hace diferente de mí, a ver en esas diferencias ocasión para el enriquecimiento mutuo y no para el miedo o el rechazo; aprender del otro, ver la acción de Dios en alguien tan distinto de lo que yo soy, disfrutar de la riqueza que supone que se pueda alabar a Dios de modos tan variados. Esto, al contrario de los poderes terrenos que suelen buscar e incluso imponer la uniformidad para poder dominar fácilmente. Fue el Espíritu Santo quien concedió a la primera comunidad el don de la unidad en torno a los apóstoles: “vivían todos unidos y tenían todo en común” (Hch 2,44). Desde entonces, la Iglesia es la casa de todos: de Mateo, el publicano; de Nicodemo, el fariseo; de Simón, el celote; de Cornelio, el centurión romano; y está abierta a todos, proyectada hasta los confines del mundo a través del tiempo.

El amor se encuentra apoyado en el sensus fidei, que permite a la Iglesia, a todos los cristianos, analizar y mirar fielmente, “con prudencia y actitud de fe” (UUS 81) todo carisma y expresión de la fe para conducir a la unidad en el amor. El amor conlleva siempre la abnegación sincera, la humildad, la mansedumbre, para poder acoger las diferencias que enriquecen y unen, con valentía y sin miedo. La unidad de la Iglesia, por eso, se realiza siempre por la cruz de Cristo: es necesario un proceso de conversión interior en cada uno de nosotros para que el amor dé frutos de unidad. El amor ha de verse siempre apoyado con la oración y con el conocimiento de los hermanos, evitando todo prejuicio dañino.

La Acción Católica, nos dijo S. Juan Pablo II, “está llamada a ser fuerza de comunión intraeclesial”. Por ello debemos estar atentos y en guardia contra la tentación ya vieja de focalizar el mensaje del Señor en una persona o un grupo concretos: “yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas” (1Cor 1,12). Debemos, desde nuestro carisma de sentido de Iglesia, velar por la unidad fraternal dentro de ella, encontrando en la diversidad la mano de Dios y mostrándolo así al mundo; viendo y haciendo ver que Dios se sirve de personas o instituciones para actuar entre nosotros; que actúa por medio de los carismas que suscita el Espíritu: “Yo planté, Apolo regó; pero fue Dios quien hizo crecer” (1Cor 3,6); que hace que la Iglesia abarque a todos sin dejar de ser un único pueblo. Por tanto, imploremos de nuevo al Espíritu el don de la unidad que vuelva a superar la escisión de Babel, de manera que la Iglesia siga pudiendo “abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no debe haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay solo hermanos y hermanas de Jesucristo libres” (Benedicto XVI, Homilía, 15 de mayo de 2005).

VER. Partiendo de la vida

1. Presentar hechos de vida que muestren mi actitud con los otros cristianos más cercanos a mí, mis compañeros de grupo, las personas de los otros grupos de la parroquia, el resto de la feligresía, el consejo pastoral, los sacerdotes. Si me siento unido a ellos, como formando parte de un mismo Cuerpo, compartiendo alegrías o preocupaciones, interesándome por ellos; o si, por el contrario, me centro en mí mismo y en mi actividad y me despreocupo de los demás.

2. A veces, la convivencia con otros movimientos u otras asociaciones eclesiales no nos resulta fácil. Puedo comentar con el grupo aquella vez en que, dejando al margen ideas preconcebidas, fui capaz de acercarme, conocer y trabajar tranquilamente con personas de otras realidades eclesiales. Por el contrario, las veces en las que el prejuicio contra otras formas de vivir mi misma fe me ha hecho incapaz de colaborar con otros hermanos por no tener las mismas siglas que yo.

3 Si alguna vez he viajado a un país extranjero, ¿he tenido la sensación de estar en casa al entrar en alguna iglesia católica? ¿Me he sentido hermano de los que me rodeaban, aunque no estuvieran en plena comunión con la Iglesia Católica? ¿Resultó la liturgia un elemento definitivo para sentirme integrado? ¿Fue el idioma, la raza, la posición social, el rito, obstáculos para reconocer a Cristo en esos otros cristianos? Ilustrar con hechos de vida.

4. Mostrar con hechos de vida mi actitud en lo tocante a los dones que Dios me ha concedido: si los recibo con agradecimiento, sabiendo que no he hecho nada para merecerlos, y los pongo al servicio de la comunidad eclesial; si me vanaglorio de ellos como si fueran fruto de mi esfuerzo; si los oculto porque pienso que no voy a ser capaz de ponerlos en juego, o por pura comodidad…

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Cristo ruega al Padre por la unidad de sus discípulos (Jn 17,22-26), no solo de sus contemporáneos, sino por los cristianos de todos los tiempos (Jn 17,20-21). Todos unidos entre nosotros por estar unidos a la vid que es Cristo (Jn 11,51-52. 15,5). El Señor derribó el muro que separaba a unos de otros (Ef 2,14-19). Esta unidad ya estaba anunciada en Israel por acción del Espíritu (Ez 37,16-28).
• El Espíritu Santo, artífice de la unidad de la Iglesia (Ez 37,16-28; Hch 2,1-11; Ef 2,18-22). La primitiva Iglesia, unida en la oración y en la Eucaristía (Hch 2,42. 4,32-35), “se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo” (Hch 9,31), que la hacía llegar más allá de sus fronteras (Hch 11,1-18). El Espíritu unifica a judíos y gentiles (Hch 10,44-46). San Pablo nos exhorta a trabajar por la unidad (Ef 4,1-6).
• El Espíritu suscita diversos carismas en la Iglesia (Ef 4,7-16; 1Cor 12,4-11), que deben ser puestos al servicio de su edificación (1Pe 4,10-11; 1Cor 12,4-11. 14,1-5). La diversidad de la Iglesia no va en detrimento de su unidad (Rom 12,3-8; Ef 2,19-22).
• San Pablo censura las divisiones en el seno de la Iglesia (1Cor 1,10-17. 11,17-22). Relaciones de amor y solicitud entre los miembros de la comunidad eclesial (1Tes 3,4-13; 1Pe 4,7-9); entre el pueblo y sus pastores (Heb 13,7. 17-19). Unidad también en la prueba (1Pe 5,8-9). Construir comunidad soportando y corrigiendo los defectos con caridad (Gál 5,26-6,2).

B) Magisterio de la Iglesia

• El Espíritu, principio de unidad (LG 4. 13; UR 2; ChL 19-20; UUS 9; SCa 13. 15; EG 117); también a través del tiempo, haciendo a todo hombre contemporáneo de Jesús (LF 38); promueve la unidad de los discípulos con Jesús y de los discípulos entre sí (ChL 12; EV 79; TMA 47).
• La diversidad dentro de la Iglesia es un don (LG 13), y se convierte en complemento (ChL 20). “Los cristianos son uno sin perder su individualidad” (AG 22; LF 22). El Papa Francisco denuncia los enfrentmientos dentro de la Iglesia y nos exhorta al perdón y a la unidad (EG 98-100).
• “De todas las gentes de la tierra se compone el Pueblo de Dios” (LG 13); la catolicidad de la Iglesia como superación de Babel (AG 4), que no amenaza su unidad (EG 117). El Espíritu Santo es quien suscita dones y carismas en la Iglesia (EG 117; LG 7.12), que deben ser puestos al servicio de la comunidad (ChL 20. 24; AA 2; EG 130), y ayudan a superar las divisiones (EN 77). Sobre la gratuidad del don (CV 34).
• La salvación como realidad comunitaria que restablece la unidad (SpS 14). Por el Espíritu entramos en comunión con la Stma. Trinidad (EG 117) y formamos una sola familia (LF 39), reunida en torno a la Eucaristía (SCa 15). Actitudes para acoger la unidad (UUS 15. 18. 21; UR 7. 9. 10).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Como primer compromiso para este tema de la unidad intraeclesial, proponemos dispensar una calurosa acogida a las personas que se acerquen por primera vez a nuestra parroquia o nuestra asociación, de manera que se sientan arropados por el amor de unos hermanos, con los que no tienen que competir para ganarse un sitio. Otro compromiso podría ser estar dispuestos a salir de nuestra zona de confort para trabajar en unidad con otros movimientos de la Iglesia, por ejemplo, en delegaciones episcopales o con ocasión de alguna celebración o acontecimiento especial.

También podemos comprometernos a aceptar por fin esa responsabilidad para la que todos piensan que estamos preparados, poniendo así nuestros dones al servicio de la Iglesia. Otra propuesta de compromiso puede ser estar muy alerta para no consentir críticas destructivas contra miembros o grupos de la Iglesia y haciendo prevalecer la caridad que debe distinguirnos como discípulos del Señor.

Como compromiso de grupo, proponemos hacer una fiesta en nuestra parroquia en Pentecostés, con motivo del día del Apostolado Seglar y la Acción Católica, para dar a conocer nuestra asociación al resto de grupos de la parroquia, y que conozcan nuestra historia y nuestro carisma, y la vez tratar de conocer nosotros la historia y los carismas de los demás. O también participar en un evento por la unidad de los cristianos: en la Semana de oración por la unidad de los cristianos, una vigilia de Pentecostés…

Tema 6. Esperanza en la venida del Reino

ESPERANZA EN LA VENIDA DEL REINO

“Para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3,7)

OBJETIVO

Reconocer que la vida cristiana consiste en un proceso de cooperación entre el Espíritu Santo y el bautizado en la Iglesia, por medio del cual se va instaurando el Reino de Dios y se va haciendo crecer la esperanza hasta su plenitud.

INTRODUCCIÓN

A lo largo de la historia de la salvación, el don de la vida ha estado siempre vinculado al Espíritu Santo, que llena el mundo de amor y misericordia de Dios, y así dirige la historia de la humanidad hacia su meta definitiva. Con la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad. Ya desde la mañana de la creación gracias al soplo divino, gracias a un aliento de vida, el hombre resultó un ser viviente. Mediante la efusión del Espíritu Santo, Dios suscita la esperanza en el pueblo de Israel, que encuentra su origen y modelo en Abrahán, quien, “apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza” (Rom 4,18-19). Esta esperanza fue ratificada en la alianza establecida por el Señor con su pueblo a través de Moisés, y reavivada continuamente por la predicación de los profetas. Finalmente, en Jesús se realizó la promesa de la efusión escatológica del Espíritu Santo sobre el Mesías. Toda la vida y la misión de Jesús están animadas y dirigidas por el Espíritu Santo. Él mismo anuncia y realiza el Reino de Dios. Él mismo es nuestra esperanza.

Jesús nos transmite en plenitud la vida eterna por el don del Espíritu Santo. El soplo del Resucitado infunde la nueva vida a la Iglesia. Los bautizados con el agua y el Espíritu, participamos de la victoria definitiva que Jesús resucitado obtuvo sobre la muerte. Por eso, bien podemos decir que la presencia y la efusión del Espíritu Santo a lo largo de la historia de la salvación busca como fin propio anunciar e instaurar el Reino de Dios.

El Espíritu Santo fue dado a los discípulos de Jesús que formaban un grupo humano, una sociedad de creyentes, y entonces se convirtieron en la comunidad de los hombres animada por la comunión divina. Así comenzó la Iglesia y, con ella y en ella, comenzaron los últimos tiempos. El Espíritu Santo hizo nacer la Iglesia, y es por la Iglesia como viene el Reino. La Iglesia “constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino” (LG 5). La misión de la Iglesia sólo puede entenderse desde el misterio de los últimos tiempos. La Iglesia conduce el mundo a su consumación escatológica mediante un proceso de santificación, de consagración. Cristo mismo ha empezado ese proceso, y tal y como confesamos en la liturgia de Navidad, vino a consagrar el mundo con su venida.

Un ejemplo donde podemos ver que ya se realiza ese proceso de transformación al que tiene que someterse toda la creación es la eucaristía, signo sacramental por excelencia de las últimas realidades ya anticipadas y actualizadas en la Iglesia. A este respecto, san Ireneo de Lyon enseña: “Porque de la misma manera que el pan, que proviene de la tierra, después de recibir la invocación de Dios, ya no es un pan ordinario, sino la eucaristía, constituida de dos cosas: una celeste, otra terrestre, así nuestros cuerpos, al recibir la eucaristía ya no son corruptibles, puesto que tienen la esperanza de la resurrección”. En la eucaristía ya está realizada la plenitud y en ella el mundo comienza a ser lo que será en la venida final del Señor.

Igualmente, por el Espíritu Santo, Cristo reviste de sí mismo a los creyentes, los transfigura, para que no dejen de vivir y actuar en el mundo obrando en el presente con la mirada puesta en la meta final. Por tanto, los creyentes están llamados a ser en el mundo testigos de la resurrección de Cristo y, a la vez, constructores de una sociedad nueva. La espiritualidad del cristiano, impregnada por el Espíritu Santo, es una espiritualidad de transformación del mundo y de esperanza en la venida del Reino de Dios.

Por el don gratuito del Espíritu Santo, Dios nos hace partícipes de su vida trinitaria. De esta manera, el don del Espíritu Santo fortalece la esperanza y nos hace capaces de contemplar el futuro con certeza firme y activa, esperando contra toda esperanza, con la mirada fija en la meta de la bienaventuranza eterna y de la realización plena del Reino de Dios: así, por la acción temporal del Espíritu eterno, nuestra felicidad viene del futuro y se manifiesta en el presente. La esperanza mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia; le ofrece ahora la salvación que espera; le motiva y le prepara día a día en su corazón para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad y en el contexto social en el que vive para hacerlos conforme al proyecto de Dios; y le anima y le muestra el camino de la vida eterna para que tome decisiones en esa dirección (cf. TMA 46).

El Catecismo de la Iglesia Católica define de una forma preciosa el bautismo como “el pórtico de la vida en el espíritu” (CEC 1213). La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está íntimamente unido a Jesucristo es una vida en el Espíritu. En efecto, el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, se transforma en nosotros y para nosotros en “un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14). Esto no consiste en que lleguemos a ser casi inmateriales, sin asumir ningún compromiso responsable en la historia, sino en que el Espíritu Santo penetre y movilice todo nuestro ser para que impregnemos el espacio y el tiempo de la novedad del Evangelio y así anunciemos el Reino de Dios. “A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento” (LG 31). El cristiano vive en el mundo, pero al mismo tiempo, sabe que vive en el tiempo de la espera. Es decir, los laicos “se manifiestan como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo presente y esperan con paciencia la gloria futura” (LG 35).

Todo este trabajo del hombre se llama cooperación y tiene su fundamento en el bautismo. Cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo. Cooperación en la dilatación e incremento del Reino de Dios en el mundo, haciendo crecer la esperanza hasta su plenitud. En su colaboración con el Espíritu Santo, el hombre ofrece al Padre la sociedad y el mundo. Lo contrario a esta cooperación es el activismo, la tentación del hombre de hacerlo todo sin Dios y a su manera. Y así, la Iglesia, unida a su Señor por el Espíritu que la consagra y santifica, se esfuerza en conocer la verdad, en promover el bien y en ejercer la justicia. Mediante estas acciones, nunca del hombre sin Dios, sino siempre del hombre con el Espíritu de Dios, la Iglesia coopera en la transformación del mundo en el Reino eterno de Dios, que Cristo, el Ungido de Dios, nos ha traído.

Por eso escribía san Agustín: “La esperanza es necesaria durante la peregrinación; es ella la que nos consuela en el camino. El viandante que se fatiga en el camino soporta la fatiga porque espera llegar a la meta. Quítale la esperanza de llegar, y al instante se quebrantarán sus fuerzas” (Sermón 158,8).

VER. Partiendo de la vida

1. Puedo ofrecer un hecho de vida en el que participar en la celebración de la eucaristía me haya servido para tomar conciencia de cómo Cristo me transforma, haciéndome partícipe de su resurrección y su gloria, y me anima a transformar algo de mi vida y en el mundo.

2. Puedo contar un hecho de vida en el que, ante, por ejemplo, el trato injusto a una persona, he salido decididamente en defensa de la justicia sin reparar en lo que otros fueran a pensar de mí; por el contrario, un hecho de vida en el que he callado ante una injusticia por respetos humanos o miedo a represalias.

3. Estaría bien recordar alguna ocasión en la que algún mal que haya sucedido me ha hecho olvidar la certeza de que la transformación del mundo por el Espíritu es imparable, y he optado por no hacer nada o por querer hacer todas las cosas a mi manera, sin mirar a Dios.

4. Presentar un hecho de vida en el que he pedido a Dios el don del Espíritu Santo para afrontar una acción en la parroquia o en mi casa en la que no quería implicarme. El tomar parte en ella, finalmente, ¿me ha traído paz, me ha hecho sentir que trabajaba en el mundo y por el mundo, pero con los ojos puestos en la esperanza de la vida eterna?

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• En la Creación, el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas (Gén 1,2); gracias al soplo divino el hombre comenzó a vivir (Gén 2,7). Dios suscita la esperanza al pueblo de Israel, encuentra su origen y modelo en Abrahán a quién Dios le hace una promesa (Gén 15,1-6); el Señor hizo un pacto con Abrahán (Gén 15,18-21); que esperó contra toda esperanza y creyó (Rom 4,3-22). Dios interpela a Job en medio de la tempestad y Job reconoce la omnipotencia de Dios (Job 38-41).
• Juan Bautista anuncia el Reino de los Cielos (Mt 3,2). Jesús anuncia y realiza el Reino de Dios (Mc 1,15); promete la felicidad eterna (Mt 5,3-12); y el envío del Espíritu Santo que nos enseñará todo (Jn 14,15-26. 16,8-15). Jesús sopló sobre los discípulos el Espíritu Santo (Jn 20,22); y volverá para llevarnos con Él (Jn 14,1-3. 16,22).
• Como cristianos, procuramos interpretar los signos de los tiempos que vivimos para aprovechar lo bueno, lo bello, lo veraz, como oportunidades para nuestra tarea (Mt 16,2-3; 1Ts 5,21). Una vez instruidos por el Evangelio, se nos da la esperanza (Col 1,4-5), y así corremos para recibir el premio (1Cor 9,24-25) y llegar fieles al final de la carrera (2Tim 4,7-8).
• La realidad, toda la Creación, necesita la salvación mediante la manifestación real de miembros de la Iglesia (Rom 8,19-22). Los cristianos somos ciudadanos del cielo (Fil 3,20-21) y lo anhelamos (Rom 8,23-25). La esperanza no defrauda (Rom 5,5).

B) Magisterio de la Iglesia

• Sobre la promoción del bien común, el respeto a la vida humana y la solidaridad (GS 26-27.32); sobre la eucaristía como prenda de la esperanza y el progreso al servicio del Reino (GS 38-39); sobre los sacramentos en general (LS 235-237). Dar razón de la esperanza (LG10); en lo que nos corresponde como laicos (LG 31. 33-35); con valor (SpS 9).
• Los últimos tiempos son los del Espíritu Santo (CEC 2819), que conduce e impulsa la historia (CEC 852), transformándola (SpS 4) y aportando orden a la sociedad (DCE 28-29). La esperanza cristiana y su consumación (CEC 1042-1045). La esperanza se nos da como un don que debemos transmitir a otros (EinE 45). De la caridad nace la esperanza (EinE 84), que debe ser llevada sobre todo a los pobres (EinE 86). La familia cristiana como testimonio de esperanza (EinE 94).
• San Juan Pablo II nos invita a reconocer la presencia y la acción del Espíritu Santo (TMA 45) y a redescubrir la virtud teologal de la esperanza (TMA 46). La esperanza nos lleva a esperar un mundo futuro sin oscuridades, fragilidades ni patologías (AL 116-117).
• La esperanza que se recibe es esperanza en la vida eterna (SpS 10-12) y se comparte (SpS 14) incluso hasta el más allá, porque “nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil” (SpS 48). La Iglesia está llamada a dar esperanza (EG 114) y su pensamiento es transformador (EG 183). Dios quiere contar con nuestra cooperación con el Espíritu Santo (LS 80).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Un primer compromiso para este tema podría ser formativo y puede consistir en leer tranquilamente las catequesis que S. Juan Pablo II impartió en el año 1.998 sobre el Espíritu Santo. Otra opción sería buscar una lectura sobre el final de los tiempos, y así echar una mirada a la meta a la que nos encaminamos, que eso siempre anima. Otro compromiso podría consistir en poner más ahínco en tratar con paciencia y justicia a esa persona que no es de mi agrado y a la que con frecuencia infravaloro, ignoro o cuyos motivos o circunstancias nunca trato de comprender, y hacerlo por caridad, no por una soberbia condescendiente.

Como grupo, podríamos considerar alguna causa justa que esté viéndose perjudicada últimamente, ya sea a nivel público o algo más cercano a nosotros, e implicarnos en ella: esto supondría dos pasos, primero profundizar a nivel del Magisterio de la Iglesia en ese tema, y solo después llevar a cabo alguna acción a favor de la justicia o colaborar con alguna asociación que ya se implique en ello.

También podríamos buscar alguna oración al Espíritu Santo, apropiada para empezar las reuniones, que nos ayude a tomar conciencia de hacia dónde nos dirige este encuentro y lo que hace en nuestros corazones.

Tema 7. Vida en el Espíritu

VIDA EN EL ESPÍRITU

“Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8,14)

OBJETIVO

Descubrir la verdad de la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas, y ser conscientes de que es Él quien hace posible la realización de nuestra vocación cristiana al hacernos partícipes de la misma caridad de Cristo.

INTRODUCCIÓN

Si leemos con atención los Evangelios, descubriremos que la vida de Jesús está constantemente acompañada por el Espíritu Santo: su encarnación es posible porque el Espíritu Santo vino sobre María y el poder del Altísimo la cubrió con su sombra (cf. Lc 1,35); inmediatamente después de ser bautizado por su primo Juan, vio “el Espíritu que bajaba hacia Él como una paloma” (Mc 1,10); fue el Espíritu el que le empujó al desierto (cf. Mc 1,12) para que permaneciera allí cuarenta días; Jesús mismo anuncia en la sinagoga de Nazaret que el Espíritu del Señor está sobre Él porque le ha ungido (cf. Lc 4,18-19), aplicándose las palabras de Isaías 61,1-2, y reconoce que “hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír” en Él mismo (Lc 4,21); además, Jesús se llena de gozo en el Espíritu Santo (cf. Lc 10,21); de Él dice Juan que “bautizará con Espíritu Santo” (Mt 3,11); antes de su Pasión, Jesús promete enviar “desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre” por el que “daréis testimonio” (Jn 15,26-27); tras su resurrección, cuando se encuentra con los apóstoles, Jesús “sopló y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo»” (Jn 20,22); de nuevo, en Pentecostés, tras su ascensión, envió el Espíritu a los apóstoles y “se llenaron todos de Espíritu Santo” (Hch 2,4). En resumen, desde los primerísimos momentos de la vida de Jesús hasta después de su resurrección y ascensión, Jesús está vinculado de algún modo con el Espíritu Santo. Puesto que Jesús nos hace también a nosotros partícipes de este mismo don que es el Espíritu Santo, deberemos intentar cuidar lo que el Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 1699, denomina “la vida en el Espíritu”. Además, si vivimos o estamos “en Cristo”, como dice San Pablo (cf. Rom 8,1; 1Cor 1,1), y si Jesús es para nosotros un modelo de nueva humanidad, es indispensable que vivamos como Él, como ungidos por el Espíritu Santo. El Catecismo califica esta vida en el Espíritu de la siguiente manera: “La vida en el Espíritu Santo realiza la vocación del hombre. Está hecha de caridad divina y solidaridad humana. Es concedida gratuitamente como una salvación” (CEC 1699). Intentemos ver a continuación qué significa cada una de estas tres afirmaciones. “La vida en el Espíritu Santo realiza la vocación del hombre” que consiste en la llamada de Dios para que el hombre viva en comunión con Él. Ahí encuentra la persona el cumplimiento de sus aspiraciones y deseos más profundos. En este sentido, el Espíritu Santo acompaña y alienta al hombre para que elija en lo cotidiano (en el trabajo, la familia, los amigos, las diferentes situaciones de todos los días) aquello que es según Dios, aquello que le va a acercar más a la comunión con el Padre, respetando en todo momento su libertad. Así, no solamente le ilumina para que elija, sino que le fortalece para llevar a cabo lo decidido, transformándolo. Por ello, cuando nuestras acciones son realizadas libremente según nos alienta el Espíritu Santo, nos acercamos más a Dios y experimentamos alegría, gozo y sobre todo paz, que son algunos de los indicios que nos permiten reconocer la presencia de Dios en nosotros. Nuestra vida se realiza, entonces, como una respuesta a la propuesta misteriosa de Dios, que nos permite superar las dificultades para ir haciéndonos cada día más capaces de ir eligiendo el bien. San Pablo, san Agustín, tantos y tantos santos han mostrado, en la vida de la Iglesia, las dificultades para seguir al Señor y a la vez la confianza que todo lo puede, la fe con la que Dios obra en nuestra voluntad.

“Está hecha de caridad divina y solidaridad humana” puesto que en nuestro actuar cotidiano, el Espíritu nos apoya y deja su perfume, que se nota en la delicadeza de las formas en el trato con los demás, en la firmeza y franqueza de la verdad, en la paciencia con los que no nos caen bien, en la negación de nosotros mismos para buscar el bien de otros, en la ternura que pongamos al acompañar a un familiar o amigo enfermo, etc. Pero, además, la vida en el Espíritu está hecha de caridad divina y solidaridad humana porque Jesús ha identificado nuestra forma de tratar a los demás con la forma en que le tratamos a Él mismo cuando dijo: “cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). De este modo, junto con el Espíritu Santo, la humanidad progresivamente podrá ir mostrando la imagen de Dios y será transformada a imagen de Jesús (cf. CEC 1877). La caridad divina puede obrar en nosotros porque la recibimos en los sacramentos, en ellos experimentamos la forma más elevada de comunión con Dios y somos fortalecidos para poder obrar según Dios, según el corazón de Cristo, “manso y humilde”. En esa comunión personal con Cristo, su caridad nos alcanza y nos hace instrumentos del amor de Dios, instrumentos de su paz, siendo conscientes de que solo se puede ser para Cristo negándonos a nosotros mismos y siguiéndole (cf. Lc 9,23).

“Es concedida gratuitamente como una salvación”. Vivir en el Espíritu Santo es un don que hace el mismo Dios, es Él quien tiene la primera iniciativa y quien quiere que, gracias al Espíritu Santo, nos salvemos. Es el Espíritu el que ilumina nuestras conciencias para ofrecernos la verdad de Dios, verdad que en el silencio y el misterio podemos acoger. Pero la salvación no sólo hay que entenderla como ir al cielo tras nuestra muerte, sino también como un vivir desde ahora mismo de esta salvación, vivir ya en el cielo, aunque sigamos entre los afanes, más o menos agobiantes, de cada día, tal y como vimos en el tema anterior.

Podríamos recapitular todo lo visto hasta ahora diciendo que el Espíritu Santo nos forma y nos alienta para que, libremente, elijamos la caridad en todas nuestras acciones. De este modo, el Espíritu Santo irá configurándonos progresivamente para que seamos cada vez más como Jesús, para que, como salvados, vivamos cada vez más el cielo en la tierra, para que nuestros actos y nuestras vidas reproduzcan los actos y la vida de Jesús.

Terminemos este tema con una última indicación. La vida en el Espíritu no es algo subjetivo o algo que la propia individualidad se invente en función de los propios gustos. Hay indicadores de que actuamos según el Espíritu de Dios, como la paz, la alegría, etc. y, ante todo, la caridad. En este sentido será la Iglesia, en la que habita el Espíritu Santo, la que podrá ayudarnos a discernir qué es según el Espíritu y qué no.

VER. Partiendo de la vida

1. Presentar hechos de vida, en los que, por considerar la verdad de ser yo templo del Espíritu Santo o por acudir a Él en la oración, haya vivido con paz y alegría alguna contrariedad, o con auténtico sentido cristiano alguna situación gozosa, no quedándome en lo superficial, y dando gracias a Dios.

2. También puedo compartir con el grupo aquella ocasión en la que mi condición de creyente me ha hecho tener que renunciar a alguna actividad o propuesta a la que se me había invitado. También puedo manifestar si mi respuesta fue una mera excusa o si me sirvió para testimoniar mi fe.

3. Contar algún hecho de vida en el que, en alguna circunstancia delicada, tras rezar y pedir ayuda al Espíritu Santo, y contrastarlo con la Iglesia en la figura del director espiritual, he actuado según el Espíritu; por el contrario, cuando, en dichas circunstancias, me he dejado llevar por mi propio criterio, cerrándome así a la luz que la Iglesia podía darme.

4. He podido reconocer alguna vez cómo, tras años, el Espíritu me ha ido configurando para ser un poco más parecido a Jesús, de modo que, de forma espontánea, en algún momento concreto actué con una caridad que en otro tiempo me parecía impensable. Ilustrar con hechos de vida.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• El Espíritu de Yahveh reposará sobre su Ungido (Is 11,1-5. 42,1-4) y será derramado sobre los creyentes (Is 32,15-17. 44,3-4; Joel 3,1-2). El Espíritu da la vida (Ez 37,1-14).
• Juan Bautista anuncia que Jesús bautizará con Espíritu Santo (Mc 1,7-8) La concepción de Jesús se realiza por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18-20). Simeón se deja llevar por el Espíritu y conoce al Mesías (Lc 2,25-35).
• El Espíritu desciende sobre Jesús en su bautismo (Mc 1,9) y le empuja al desierto (Mt 4,1; Mc 1,12-13). Jesús reconoce en sí la acción del Espíritu (Lc 4,16-19) y exulta de gozo en el Espíritu Santo (Lc 10,21).
• La vida en el Espíritu se manifiesta con frutos (Gál 5,16-25); viviendo en el Espíritu agradamos a Dios (Rom 8,8-10; 1Cor 6,12-20; 1Tes 4,1-8).

B) Magisterio de la Iglesia

• El hombre está llamado a la vida en el Espíritu (CEC 1699-1876; VS 10). La transformación del mundo y de las personas según Jesús en el Espíritu (GS 42). Abrir mente y corazón a la acción del Espíritu Santo (VD 25), que es fuerza que armoniza el corazón del creyente y el de Cristo (DCE 19), purificando el corazón para recibir el don de Dios (SpS 33). El Espíritu trasforma el alma de la Iglesia y hace de ella testigo del amor (DCE 19).
• En el hombre hay un deseo de “buscar la verdad y seguirla una vez conocida” (VS 34), pues nuestra vida se realiza como respuesta (VS 24) y existe un camino hacia lo infinito, de permanente crecimiento (AL 134), si se quiere recorrer (FR 24). Los verdaderos valores perfeccionan a la persona (FR 25). Su verdadero desarrollo conlleva la vida espiritual (CV 79).
• La fe como conocimiento aprendido en un camino de seguimiento (LF 29) desde los mandamientos (VS 12). Se nos pide un “deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio” (EG 151). A través de la Iglesia, el Espíritu va enseñándonos el lenguaje de la fe (LF 38); nos hace capaces de amarnos como Cristo nos amó (AL 120) y hace posible el construirse día a día (AL 164), creciendo en vida en Espíritu contra el espíritu tecnicista (CV 76-77).
• La oración como fuerza purificadora (SpS 34), que nos hace capaces para Dios y capaces para los demás (SpS 33); por medio de la oración, Dios mueve nuestra vida (VD 24). La Eucaristía es fuente de vida (SCa 5) “según el Espíritu” (SCa 77) y transforma la vida en “signo auténtico de la presencia del Señor” (SCa 94). La vida en el Espíritu se alimenta en la celebración litúrgica (SpS 10). La misericordia de Dios transforma la vida de las personas (MM 2) y debe ser asumida como “propio estilo de vida” (MV 13).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

El compromiso personal de cada uno de los miembros del equipo no puede estar desligado de su vida concreta, que es donde se verifica la vida en el Espíritu. Ante todo, estaría bien revisar la oración, lugar privilegiado para contemplar la vida de Jesús, lleno del Espíritu Santo, para que, llenos nosotros también de este Espíritu, nuestra forma de actuar, de pensar, de tratar a los demás sea según el Espíritu, como la forma de actuar de Jesús. Si nuestra oración está algo abandonada, quizá sea un buen momento para anclarla a algún momento del día.

En segundo lugar, si tenemos descuidada la dirección espiritual o no tenemos director espiritual, sería un buen compromiso buscar uno que nos ayudara a discernir lo que es según Dios y lo que no. También podemos reavivar nuestra caridad en las relaciones con aquellos que nos rodean como la familia, los amigos, los compañeros de trabajo… y mejorar todo aquello que se pueda, a la luz de la vida en el Espíritu que propone la Iglesia.

Un compromiso formativo podría ser leer la Carta a Diogneto, un escrito de los siglos II-III en el que se narra con detalle la vida cotidiana de los primeros cristianos y cómo su forma de conducirse llama la atención de quienes los rodean.

Como grupo, podemos comprometernos a invitar a nuestros retiros espirituales a amigos nuestros que, estando cercanos a la Iglesia, sin embargo, no acaban de dar el paso de comprometerse con ella. Sería una buena ocasión para que todos profundizáramos en la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros.

Tema 8. María, esposa del Espíritu Santo

MARÍA, ESPOSA DEL ESPÍRITU SANTO

“El Espíritu te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35)

OBJETIVO

Convencernos de que es posible la perseverancia y la fidelidad a los compromisos adquiridos, y tomar a la Bienaventurada Virgen María como ejemplo y ayuda en ese camino de fidelidad.

INTRODUCCIÓN

Es, desgraciadamente, una experiencia común que la vida se lleve por delante propósitos y compromisos adquiridos. Muchas veces nos marcamos unos objetivos en la vida familiar, profesional o, incluso, en la vida espiritual, que tenemos que ir modificando sobre la marcha o que nos hacen darnos cuenta de nuestra fragilidad al intentar sacarlos adelante. Es una experiencia dolorosa sobre todo en aquellos que ponen un gran empeño por cumplirlos y no consiguen alcanzarlos. Incluso para perseverar en aquellos compromisos que ya se han alcanzado, todos percibimos la debilidad de nuestra voluntad que siempre puede sentir la tentación del cansancio, de la rutina, del desánimo. Es el hastío de la lucha, de la entrega. En nuestros compromisos apostólicos es fácil caer en la rutina si no son acompañados por una fuerte vida interior que, a su vez, puede resentirse por la tibieza que desanima y aletarga el amor. Perseverar en esos compromisos implica también tener paciencia con las personas y los acontecimientos, porque el fruto o la satisfacción por el trabajo realizado, pueden parecer no llegar nunca. Comenzar una obra buena, una acción con repercusiones sociales y espíritu cristiano es costoso y suele ir acompañada de algún dolor, pero, a la vez, puede tener el atractivo de los comienzos que haga más fácil superar las dificultades. Perseverar en esa obra buena es propio de santos, de quienes tienen un convencimiento no solo a nivel humano, sino profundamente religioso: estar convencido de que, pese a los obstáculos y las contradicciones que inevitablemente se encontrarán, Dios nos asistirá con su gracia y hará posible que nos crezcamos ante ellas.

A la Virgen María la invocamos como Virgen fiel. Su vida es una “peregrinación a través de la fe” (RMa 25). Ella es la “feliz porque ha creído”, que participó como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo. Desde el día de la anunciación, Ella siguió los pasos de su Hijo en todo momento, muchas veces en circunstancias oscuras que le exigían un férreo ejercicio de confianza y perseverancia. Su fe siempre fue firme, ya que estaba anclada en la promesa que el ángel le anunció y en su abandono en las manos del Padre: “Los recientes acontecimientos del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe de María. Ella también, como Abrahán, había sido la que, “esperando contra toda esperanza, creyó” (Rom 4,18-19). Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad” (RMa 26). Jesús, al resucitar de entre los muertos, reclamó para sí el título de Señor del “Reino que no tendrá fin”, llevando así a cumplimiento las palabras de Gabriel (cf. RMa 26).

Si para toda la Iglesia María es espejo e imagen, también debe serlo para cada uno de los nosotros. Tenemos unos compromisos apostólicos concretos porque hemos visto en nuestro camino de fe una verdadera vocación y debemos mirarnos en María para permanecer fieles en su cumplimiento. Nunca ha sido fácil sacar adelante esas actividades y no va a serlo a partir de ahora. Nos encontraremos con obstáculos reales, tanto de circunstancias adversas como de personas que no terminan de cumplir con su cometido como se esperaba. María es también la primera discípula a la que Dios encomendó una tarea que la superaba y de la que no podía dar cuenta a nadie, exceptuando a José y, por lo tanto, no podía contar con ayuda externa alguna.

Sin embargo, fue fiel. No dio paso al desánimo. Su fidelidad puede calificarse de heroica, porque “la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo en pie” (LG 58). María es la Esposa del Espíritu Santo por el que concibió al Autor de la vida. Desde ese momento, en el que el Arcángel Gabriel le dio a conocer el designio salvador de Dios y la intervención de la Tercera Persona de la Trinidad en su seno, María se presenta como ejemplo de fidelidad a la palabra dada: “hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), y al encanto de estas palabras virginales, el Verbo de Dios se hizo hombre. Esa fue la expresión de aceptación de la voluntad divina sobre ella, a pesar de las contradicciones que pudieran surgirle, a pesar de las incomprensiones que, inevitablemente, iba a encontrar. María es Virgen fiel y nosotros, como ella, pretendemos vivir con fidelidad nuestra vocación, nuestro camino de fe, nuestros compromisos apostólicos, nuestra decisión de servir a los hombres, nuestros hermanos, y a la Iglesia.

La fidelidad de María al Espíritu Santo, como la nuestra a la vocación cristiana, a la Acción Católica y al compromiso apostólico, no depende normalmente de grandes acontecimientos, aunque pueda parecerlo en alguna ocasión. La Virgen nos enseña que la fidelidad se construye en las cosas pequeñas: en la delicadeza con que se realizan los compromisos, en la diligencia, en la actitud interior al realizarlos, en la fortaleza de corregir lo que en alguna ocasión no haya sido correcto, en la sencillez de preguntar o pedir consejo cuando algo no se entienda o no se sepa.

El itinerario de la Madre de Cristo es el mismo que cada uno de nosotros, en su propio lugar, debe realizar: su perseverancia y su fidelidad nos muestran que también nosotros podemos. Evidentemente no es suficiente con nuestras solas fuerzas. Necesitamos de la gracia del Espíritu Santo, y la fe nos enseña que esta no nos faltará nunca. Dios no abandona a quien, con corazón recto, lucha por realizar entre los hombres el Reino de Cristo, “si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2Tim 2,13).

VER. Partiendo de la vida

1. Uno de los hechos de vida que puedo exponer es sobre mi compromiso militante actual: ¿Cómo estoy sacándolo adelante? ¿Qué dificultades encuentro? ¿Qué empeño pongo por él?

2. Presentar hechos de vida que muestren mi actitud en los compromisos a largo plazo: si los asumo con entusiasmo, pero al poco tiempo o a la primera dificultad los abandono; o si, por el contrario, demuestro constancia y fidelidad al mantenerme firme sin rendirme pese a la rutina o las dificultades.

3. Puedo compartir con el grupo aquel momento en el que el Espíritu me hizo capaz de alinearme públicamente con un amigo en apuros, aunque ello trajera consecuencias negativas para mí; por el contrario, un hecho de vida en el que los respetos humanos me han llevado a dejar sola a esa persona que confiaba en mí.

4. Presentar hechos de vida en los que haya sido fiel a una amistad a lo largo de un tiempo dilatado a pesar de las lógicas dificultades; por el contrario, hechos de vida en los que determinadas circunstancias personales o sociales o la simple desidia, me hayan hecho caer en la tentación de distanciarme de un amigo al que había estado muy unido.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• El Señor Dios, a pesar de la dureza de corazón del pueblo elegido, sigue mostrándole su fidelidad (Jos 21,45; 1Re 8,56-61; Is 49,7).
• Los tipos de María en el Antiguo Testamento que hacen referencia al plan de Dios y la fidelidad humana: Eva (Gen 3); Miriam (Ex 15); el arca de la Alianza (Ex 25,9. 39,42); Sara (Gen 18); Yael (Jue 5); Ana (1Sam 2); Judit (Jdt 15); los personajes de Rut, Ester.
• Otras imágenes que nos acercan a María: la zarza ardiente (Ex 3,2); Gedeón (Jue 6); la vara de Jesé (Is 11); el jardín cerrado (Cant 4,12); la puerta oriental del Templo de Jerusalén (Ez 44).
• La fidelidad de Dios, como una de las gracias conseguidas por Cristo (1Cor 1,4-9; 1Tes 5,23-25; 2Tim 2,10-13). Jesucristo también nos pide fidelidad y exige que vivamos esta fortaleza en el compromiso personal (Mt 24,45- 51. 25,14-30; Lc 16,1-13).

B) Magisterio de la Iglesia

• María persevera a los pies de la cruz (RMa 18; LF 59; RVM 22); junto a la primera Iglesia, prolongando en ella su maternidad (RMa 40; LS 241). “María vive mirando a Cristo” (RVM 11), siempre disponible para cumplir la voluntad de Dios (VD 27). Unión de la Stma. Virgen con el Espíritu (DCE 42) y con la Trinidad (LS 238).
• Dios, esperanza del hombre, hace posible resistir a pesar de las desilusiones (SpS 27); su amor nos ayuda a perseverar día a día (SpS 31). El amor es la “opción por el bien que nada puede derribar” (AL 118).
• La misericordia, meta por alcanzar que requiere compromiso y sacrificio (MV 14). La misericordia de Dios dura por siempre (MM 2). Perseverancia en la oración para un nuevo impulso misionero (EG 262). Perseverar en la oración con María (DetV 65). Jesús es la “manifestación plena de la fiabilidad de Dios” (LF 15).
• Fidelidad de Abrahán a la promesa (LF 8-11). La Virgen ante la contradicción (LG 55-59. 65). Deber de fidelidad al transmitir la fe de la Iglesia (DV 7). El pecado contra el Espíritu Santo como el “pretendido derecho de perseverar en el mal” (DetV 46).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Muy probablemente, a lo largo del tema nos hayamos dado cuenta de que hemos abandonado antes de tiempo, un compromiso que habíamos asumido; sería esta una buena ocasión para retomarlo y llevarlo a término. Puede ser un buen momento para revisar el Plan personal militante. De igual manera podemos hacer con aquel documento magisterial que se nos quedó a medias por cualquier motivo. En esta misma línea, proponemos iniciar la lectura de un buen libro de formación que nos hayan recomendado y comprometernos a leerlo hasta el final. También serviría renovar la ilusión en algún compromiso que vengamos desempeñando desde hace tiempo, recordando los motivos por los que lo asumimos y pidiendo ayuda al Señor que hace nuevas todas las cosas.

Otro buen compromiso a medio o largo plazo podría ser acompañar a las visitas médicas o a las cuestiones de papeleo a algún miembro de nuestra familia o parroquia que, por su edad o por cualquier otra circunstancia, necesite apoyo en estos asuntos.

Como compromiso de grupo, podemos comprometernos a no perder el contacto con aquellos miembros del grupo o de la Acción Católica que hayan tenido que trasladarse de ciudad o incluso emigrar a otro país.