El rostro del Hijo

 

 


 
 

Itinerario de formación

Publicado próximamente en la web:

 

<< Volver a temarios
 
Motivaciones

El rostro del Hijo. El rostro del Señor. Qué importante es para nosotros el rostro en el trato con los demás. Mirar a los ojos, captar la esencia de la persona a través de la cara que, como dice el adagio, es el espejo del alma. Muchas veces nos habremos preguntado cómo sería el Señor, el Hombre Jesús de Nazaret. Su mirada, sus gestos, su porte. Los apóstoles llegaron a conocer muy bien todos estos detalles y conocerían, con solo echar un vistazo a su rostro, su alegría, su cansancio, su ímpetu por dar a conocer a su Padre a los hombres. Sin embargo, ninguno de ellos o de los discípulos que después se convirtieron en autores sagrados, consideró oportuno constatar por escrito nada que haga posible que nos hagamos una idea de su apariencia física. Porque para ellos, lo importante era otra cosa: su doctrina, su entrega a cada hombre, su absoluta sintonía con la voluntad del Padre, su amor incondicional.

No obstante, aunque no podamos saber cómo era el rostro de Jesús, como si hubiéramos heredado una fotografía; aunque no sea posible recuperar su cara en nuestra memoria, como recuperamos la de nuestros seres queridos, sí tenemos muchos lugares en los que descubrir el rostro del Señor. Con el presente temario, nos proponemos dar pistas para que nosotros, cristianos de hoy, lleguemos a encontrarnos con Él y descubrir su rostro. Lugares como la Creación, ya que “todo ha sido creado por Él y para Él” (Col 1,16); el hombre, modelado por el Verbo para reflejar a Dios Padre; su propia humanidad, por la que se hizo en todo semejante a nosotros menos en el pecado; o los bautizados, que recibimos por este sacramento la filiación divina y por tanto, “ser hijos en el Hijo” (SRS 40); lugares como la Iglesia, en la que prometió permanecer “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); la Palabra de Dios, en la que, desde la primera página del Génesis hasta la más reciente del Magisterio, Él está presente; también los sacramentos, lugar privilegiado de encuentro con Cristo; o la evangelización, por la que nos encomendó llevar su mensaje a todos los hombres, “para que tengan vida y vida abundante” (Jn 10,10).

El método de Revisión de vida tiene como finalidad ir poco a poco conformándonos con el Señor Jesús, asumiendo sus actitudes ante las diversas circunstancias. Esta colección de temas pretende guiarnos para tener un encuentro con Cristo cada vez más profundo. Aprovechemos esta ocasión para ir descubriéndole en cada una de las realidades que se presentan a nuestra reflexión. Disfrutemos con este recorrido que nos desvela dónde encontrarle y dejemos que su Persona nos envuelva y nos haga capaces de seguirle cada vez más de cerca, poniendo nuestros pies en sus huellas, dejadas por Él para servirnos de guía en el camino hacia el Padre.

 

Tema 1. El rostro de Cristo en la Creación

EL ROSTRO DE CRISTO EN LA CREACIÓN

““Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra "(Jn 1,3)

OBJETIVO

Caer en la cuenta de que las cosas creadas son vehículo para encontrarnos con Dios.

INTRODUCCIÓN

Nos cuenta el relato del Génesis cómo Adán y Eva vivían antes del pecado original en plena armonía con Dios y con todo lo creado. Es más, era en lo creado, en la naturaleza, donde experimentaban la cercanía y la presencia de Dios. Narra el Génesis cómo Dios se paseaba por el Edén, y cómo estaba en continuo diálogo de amor con el hombre. Tras el primer pecado, tanto Adán como Eva tuvieron una nueva experiencia, que iba a ser tan humana desde entonces. El Texto Sagrado nos presenta a nuestros padres escondidos de la mirada de Dios. Sus ojos ya no eran capaces de contemplar a Dios con la claridad y la naturalidad con las que antes lo hacían. A continuación se nos relata cómo, al ser expulsados del Paraíso, salieron de él cabizbajos con la mirada perdida en el suelo.

El hombre, por el pecado, perdió la inocencia de su mirada que le hacía contemplar a Dios en la creación; sin embargo, esa experiencia que habían tenido de poder vivir en continua visión de Dios quedó grabada en sus corazones, y en los de todos sus descendientes. El hombre, desde entonces, arde en deseos de ver a Dios, y de este ardor, surge el grito: “No me escondas tu rostro, Señor” (Sal 143,7).

Este será el anhelo del Pueblo de Israel en toda su Historia, que va a verse reflejado en tantas páginas de la Biblia. Ante este deseo de sus hijos, Dios no quedó impasible, y por medio de los profetas fue haciéndoles ver que llegaría el día en que volverían a contemplar su rostro. Así se lo comunicó por medio de Isaías: “Tus centinelas alzan la voz, cantan a coro, porque ven con sus propios ojos que el Señor vuelve” (Is 52,8) “Por un instante te oculté mi rostro, pero con misericordia eterna, te amo” (Is 54,8). Esta promesa de Yahveh a su pueblo se vio cumplida con la venida de Cristo al mundo.

Tras la Resurrección de Jesús y la venida del Espíritu Santo, los discípulos comenzaron a entender que el mismo hecho de contemplar la creación los remitía directamente a Cristo. Descubrieron cómo la creación del mundo y la Redención del hombre estaban plenamente en relación. Así lo expresó el mismo Pablo: “Él (Cristo) es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas (...) todo fue creado por Él y para Él” (Col 1, 15-16). El libro de los Proverbios nos hace una preciosa descripción de la presencia de la Segunda Persona de la Trinidad, en el momento de la creación.

Nos presenta cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales. Cuando ponía un límite al mar y las aguas no traspasaban sus mandatos; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a Él como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres” (Prov 27-31). Este mismo texto, un poco más arriba, nos habla de que el inicio del Verbo fue en un “tiempo remotísimo”, y no fue creado sino engendrado, como recitamos en el Credo constantinopolitano; por tanto, es Dios como el Padre, de su misma naturaleza. Así también nos habla san Juan en el prólogo de su evangelio, una de las más bellas páginas de la Escritura: la Palabra era Dios y estaba junto a Dios, y por medio de ella se hizo todo (cf. Jn 1,1-3). Esta es la razón por la cual, la creación nos remite a Cristo, ya que su mano está en ella. Él fue la Sabiduría, la Palabra creadora que, al salir de la boca del Padre, provocaba que las cosas “se hicieran”: “Dijo Dios: hágase la luz, y la luz se hizo” (Gén 1,3).

Reconocer a Cristo en la creación no será tarea fácil para el que vive centrado en sí mismo. Salir de uno, vivir en comunión con el Señor, es la manera de estar en armonía con lo creado, de respetar la obra de Dios, de descubrir las huellas del Padre, del Hijo, del Espíritu en esta obra grandiosa que se nos entrega como un don para administrarla rectamente y, respetándola, respetar a las próximas generaciones. Este esfuerzo por estar en armonía con lo creado, por las razones que hemos expuesto y no por motivos meramente activistas, nos llevará a una percepción más elevada de la realidad, no a una visión netamente natural. La encíclica Laudato si’ ilumina esta cuestión al indicarnos cómo el Nuevo Testamento también nos muestra a Jesús como “resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío universal (…). Esto nos proyecta al final de los tiempos, cuando el Hijo entregue al Padre todas las cosas y ‘Dios sea todo en todos’ (1Cor 15,28). De ese modo, las criaturas de este mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el Resucitado las envuelve misteriosamente y las orienta a un destino de plenitud. Las mismas flores del campo y las aves del cielo que Él contempló admirado con sus ojos humanos, ahora están llenas de su presencia luminosa” (LS 100). Cuántas veces, por desgracia, le falta al hombre esta unidad con el Señor y llega a ver la creación como algo que le pertenece y de lo que puede servirse a su antojo. Nos encontramos así con la sobreexplotación de la naturaleza, la sistemática supresión de enormes superficies de bosque, la utilización de los ríos y de la misma atmósfera como basureros que reciben diaria-mente los más nocivos desperdicios que matan vegeta-ción y animales y perjudican gravemente la salud de las personas.

Como cristianos no puede dejamos indiferentes esta falta de respeto por la obra de Dios. “La tierra nos precede y nos ha sido dada (…) Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de proteger-la y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras” (LS 67).

No debemos malinterpretar en las Escrituras el dominio de la tierra al que el hombre está invitado: “El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de vida del prójimo, incluyendo la de las generaciones venideras; exige un respeto religioso de la integridad de la creación” (CEC 2415). Esto implica una relación responsable entre el ser humano y la naturaleza, porque destruir la natura-leza impide que otros hermanos disfruten de ella, y esto es una falta de caridad.

Es preciso que el hombre recobre la inocencia en su mirada, que el Señor le conceda un corazón limpio, que le permita contemplar el mundo con la mirada de hijo de Dios, que es capaz de reconocer la suave fragan-cia de Cristo en todo lo creado.

VER. Partiendo de la vida

1.Podrían servir como hechos de vida, aquellos que muestren mi actitud con relación a la creación: si la entiendo simplemente como naturaleza, es decir, el marco, el escenario en el que estamos colocados; o como la verdadera obra de Dios que nos es dada como un don para nuestro bien y en la que Cristo está presente.

2. Buscar hechos de vida en los que observar un paisaje o a alguna persona me haya hecho ver el rostro de Cristo en la creación. O, por el contrario, hechos de vida en los que haya experimentado la lejanía de Cristo en mi vida, y por lo tanto, tampoco lo haya descubierto en la creación, viviendo apática y desilusionadamente. También, aquellos momentos en los que haya empeza-do a percibir la creación como algo que está ahí sin más a disposición de mi capricho y no merecedora de mi cuidado y mi respeto.

3. Mostrar hechos de vida en los que el salir y contemplar la creación haya supuesto reorientar mi relación con Cristo o profundizar en mi oración; o, hechos en los que he podido recuperar el amor por mí mismo gracias a que me sé creatura imperfecta de un Dios perfecto.

4. Puedo compartir con el equipo hechos de vida en los que me he preocupado más por temas ambienta-les que por las necesidades humanas; por el contrario, hechos en los que he atendido primero a la dignidad del ser humano, dejando de lado la moda o el relativismo cultural que impulsa hacia otras causas.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Dios va creando el mundo de forma paulatina hasta llegar al punto culminante que es el hombre (Gén 1,1-2,3). Desde el principio, Dios quiso revelarse al hombre por medio de su creación (Gén 3,8) y se manifiesta en la naturaleza (1Re 19,9-13).
• El mundo fue formado por la Palabra, la Sabiduría de Dios (Heb 11,3; Sab 7,17-31); el Hijo toma parte en la creación (Sal 33). Solo Dios es creador (Is 44,24). Elogio de la Sabiduría (Sab 7,22-29) y oración para alcanzarla (Sab 9,1-11). La creación, expectante, espera la gloria futura en Cristo (Rom 8,17-23).
• Precioso canto de alabanza a Dios a través de la creación (Sal 104). Todo hombre puede llegar al conoci-miento del Creador (Hch 17,24-29; Rom 1,19-20). Dios pone la creación al servicio del hombre (Gén 1,28-31; 2,19).
• El cántico de Colosenses nos muestra el lugar de Cristo en la creación (Col 1,15-20). Relación entre creación y redención (Jn 1,1-14).

B) Magisterio de la Iglesia

• Explicación del tema de la creación en el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC 279-301). La creación como medio de participación en la vida divina (GS 2); Dios habla y se manifiesta en lo creado (GS 36).
• Jesucristo es “origen y fin del universo” (DD 8), como Palabra divina creadora (LS 99), de la que procede todo lo creado (GS 38; DCE 9). Cristo resucita-do, presente en la creación (LS 100). Recopilar todo en Cristo en una nueva creación (AA 5).
• El domingo es el día de la nueva creación (DD24). La Eucaristía, don que Cristo hace de su propia Persona (EdeE 11-13); en la Eucaristía, la creación vuelve a Dios por medio de Cristo (EdeE 8). Mirada de cariño y atención que Jesús dirigía a la naturaleza (LS 97).
• El hombre, culmen de lo creado (GS 12). La preocupación y el trabajo por los débiles forma parte del cuidado de la obra de Dios (LS 25-31; 48-52; 117).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

El compromiso que asumamos en este tema debe ir dirigido a fomentar en mi vida esos momentos de encuentro con Cristo presente en la creación. Esto puede llevarnos a intentar ir por la vida con una mirada inocente como la de un niño, que sea capaz de recono-cer a Dios en lo cotidiano.

Podemos introducir un pequeño cambio en nuestro estilo de vida, como reciclar, reducir el consumo de agua o de electricidad, utilizar transporte público, sustituir compras habituales por aquellas provenientes de comercio justo, etc., e intentar que ello redunde en beneficio de los demás, ya sea a través de un donati-vo u ofreciéndolo en nuestra oración diaria para que el Señor nos ayude a tener presente el cuidado de las personas y la creación.

Otro compromiso podría ser procurar que aquellos que viven a nuestro alrededor y que no tienen fe, puedan, al hacerles partícipes de nuestras vivencias o impresiones al respecto, descubrir el amor que Dios les tiene, al contemplar la creación.

Como compromiso de grupo podríamos proponernos rezar todos, cada uno donde esté, en el mismo momento del día, el salmo 8. O ir de excursión a algún parque natural y aprovechar para reflexionar acerca de la encíclica Laudato si’ y tener una catequesis en plena naturaleza.

Tema 2. El rostro de Cristo en el hombre

EL ROSTRO DE CRISTO EN EL HOMBRE

“Hagamos al hombre a nuestra imagen” (Gén 1,26)

OBJETIVO

Comprender que el hombre, todo hombre, crecerá auténticamente como persona en la medida en que se identifique con Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

INTRODUCCIÓN

En ocasiones quienes dicen no tener fe, afirman al mismo tiempo que la figura de Jesús les atrae e incluso les merece todo el respeto. Hay quien asegura que cree en Jesucristo pero no en la Iglesia o en sus miembros. Lo que parece indiscutible es que la persona de Jesús de Nazaret es profundamente atractiva y atrayente. Por eso a los cristianos no nos extrañan esas afirmaciones. Son lógicas y sinceras aunque sean parciales. La vida de Cristo, observada con ojos meramente humanos, es una vida plena, arriesgada, capaz de llenar las ansias de quienes quieren vivir su paso por este mundo con entrega y alegría. Incluso para quienes practican religiones no cristianas, Jesucristo sigue siendo un personaje que llama la atención. Hoy, como en tiempos de nuestro Señor, Él sigue siendo signo de contradicción. Esta constatación no hace más que corroborar una enseñanza clave de la Iglesia: el hombre, todo hombre, está llamado a vivir conforme a su dignidad y esta queda expresada de modo perfecto en el Hombre- Dios. Que Dios haya querido encarnarse en el seno de la Virgen María y asumir la naturaleza humana enseña al hombre lo que Dios espera de su criatura, y por lo tanto su verdadera vocación en cuanto hombre. El Concilio Vaticano ll tiene una página maestra que todos deberíamos grabar en nuestro corazón. Se trata del número 22 de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual. En este número se recogen frases como las siguientes: “En realidad, el misterio del hombre no se aclara de verdad, sino en el misterio del Verbo encarnado. (...) Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”.

La razón última para tales afirmaciones es la absoluta certeza de que Cristo es verdadero hombre. En el Concilio de Calcedonia (año 451) se dice de Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre. Y el símbolo quicumque afirma que “Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre”.

Los cristianos, que reconocemos la divinidad del Señor, y por ello mismo le rendimos el culto que merece como Dios, sostenemos que, a la vez, es hombre como nosotros, “en todo semejante a nosotros menos en el pecado” (GS 22). Y, porque es hombre como nosotros, podemos tenerlo como modelo para nuestras vidas. Él es el único modelo que todo bautizado desea en su camino de santidad. Y aunque conscientes de que también es verdadero y perfecto Dios, nos preguntamos en muchas ocasiones cómo actuaría Jesús en circunstancias concretas de nuestra vida, convencidos de que nuestra mejor actuación será siempre la que más se acerque a la de Cristo.

En nuestro comportamiento concreto y diario debemos ir aprendiendo de la Persona de Jesús. Jesucristo es, no sólo admirable y adorable en cuanto que es Dios, sino también imitable en cuanto que es hombre. Sus actitudes, valores, y formas de comportamiento pueden ser imitados por nosotros. Así nos exhorta el Apóstol de los Gentiles: “tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5). No es un acto de soberbia que aspiremos a ser como el Señor. El seguimiento que Dios nos pide es el de la imitación de su Hijo: “Aprended de mí” (Mt 11,29). En esta tarea no estamos solos, Jesús mismo nos ayuda a imitarle: es un don de Dios y una tarea nuestra.

La Encarnación del Verbo nos ayuda también a descubrirle en los hermanos. “Él, el Hijo de Dios, por su encarnación se unió en cierto modo con todos los hombres” (GS 22). Todos los hombres son imagen de Dios. Es doctrina desde la primera página de la Escritura, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y en todo hombre se descubre el rostro amable de su Creador, que no es otro que el de Cristo. Por ello en todos los hombres reconocemos una dignidad que supera en grado sumo la que aporta la naturaleza humana, porque Cristo nos ha hecho reflejo de su gloria, manifestación de su amor. Por ello, S. Juan Pablo II afirmó desde el comienzo de su pontificado que el hombre es el camino de la Iglesia. En cada uno de los seres humanos podemos encontrar a Cristo. Él mismo quiere identificarse con todos nosotros: “conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Considerar que nosotros mostramos el rostro de Cristo, nos ayuda a descubrir la importancia del apostolado. Todo hombre está llamado a conocer a Jesucristo, para que pueda vivir en plenitud su vida humana. El hecho de que nosotros hayamos tenido la suerte de conocer a Jesús desde hace mucho tiempo, quizás desde nuestro nacimiento, no puede hacernos indiferentes ante la necesidad de Dios que tienen todos los hombres, aunque ellos mismos no sean conscientes de ello. Si les transmitimos el conocimiento de Dios les ayudaremos a descubrir un panorama mucho más hermoso y grande del que ya tienen. Por otra parte, si Cristo es, también desde el punto de vista meramente humano, la imagen del hombre perfecto, podemos decir que al presentar la figura del Señor a los hombres, no les damos nada extraño a ellos mismos, sino todo lo contrario: les damos lo que necesitan para su perfección personal.

VER. Partiendo de la vida

1. Puedo compartir con el equipo aquella ocasión en la que mi trato o mi consideración de algunas personas como por ejemplo, mendigos, adversarios políticos, fieles de otra religión, etc., no respondía a la exigencia que conlleva su dignidad como criaturas de Dios, hechos a su imagen, reflejo del rostro de Cristo.

2. Buscar un hecho de vida que muestre cómo conseguí superar alguna dificultad al pensar lo que habría hecho Jesucristo en mi lugar.

3. Otro hecho que puedo proponer es la ayuda que me supuso, en el trato con alguna persona, pensar que era también imagen de Dios y que con ella también se identificaba Cristo. Por el contrario, alguna ocasión en que no he tratado a alguna persona, aunque sea de pensamiento, conforme a su dignidad, por no haber intentado descubrir en ella a Cristo, el Señor.

4. Poner en común aquella vez en la que la forma que tenía Jesús de tratar a las personas me inspiró para hacer yo lo mismo con los que me rodean, es decir, mirarles con benevolencia y compasión, respetar sus circunstancias, valorar sus dificultades, etc.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Todos los textos del Evangelio nos ayudan a conocer y amar a Jesucristo y aprender de Él las actitudes que debemos vivir. Los que ponemos a continuación son una simple ayuda o propuesta.
• El Señor es el descanso del hombre (Mt 11,28-30); solo Él es respuesta a nuestras preguntas (Jn 6,68-69); los frutos en nuestra vida dependen de nuestra unión con Cristo (Jn 15,1-11).
Debemos imitar a nuestro Padre Celestial (Mt 5,44-48); los hermanos del Señor son los que cumplen lo que Él les enseña (Mt 12,46-50); la Virgen nos anima a hacer lo que Él diga (Jn 2,1-12); de Él debemos aprender (Mt 11,29); Jesús se presenta como el manantial que quita la sed del hombre (Jn 7,37-39).
• Jesús se identifica con aquellos a los que ama: con Simón, al que llama Pedro (Mt 16,19); con los discípulos (Lc 10,16); con los que están en necesidad (Mt 25,31-46).

B) Magisterio de la Iglesia

• Solo Dios responde a las ansias del corazón del hombre (GS 41); apasionado amor de Dios por el hombre (DCE 10; 12); la fe lleva la Verdad al corazón del hombre (LF 32-34). Sobre la dignidad de la persona humana, por ser imagen de Dios (CEC 1700-1709; LS 65). El hombre llamado a respetar la creación (LS 67-68).
• Jesucristo, camino hacia el hombre (RH 13), ilumina el misterio del ser humano (GS 22). En Cristo, Dios revela al hombre la Verdad (FR 34-35). El ser humano está hecho para el don (CV 34). La pareja humana, imagen para descubrir el misterio de Dios (AL 11).
• El hombre es camino de la Iglesia (RH 14); la Iglesia al servicio del hombre (GS 3). El mensaje del Evangelio llega a lo profundo del corazón del hombre (EG 265). La misericordia une a Dios y al hombre (MV 2); todo hombre, hasta los malvados, son destinatarios de la misericordia de Dios (MV 19).
• Dios es el garante del verdadero desarrollo humano (CV 29); el trabajo como parte fundamental de la dignidad humana (AL 23-25). Sobre la correcta interpretación de los derechos del hombre (CV 43).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Un buen compromiso para este tema podría ser dedicar un tiempo a meditar sobre la persona de Cristo como el hombre perfecto: su relación con el Padre, su entrega a los hermanos, su comprensión intachable de cada circunstancia personal, su respeto escrupuloso por las personas, desligándolas de la dimensión moral de sus acciones, etc., y cómo aplicar eso a nuestras vidas.
Muchas personas, a lo largo del día nos hacen algún servicio como parte de su trabajo, como por ejemplo, vendedores, conductores de autobús, porteros, recepcionistas de médicos, etc. Proponemos como compromiso para este tema, reparar en ellos, saludarles y sonreírles, valorar su esfuerzo, agradecérselo.

Otro compromiso que podemos asumir es cambiar la forma que tenemos de atender a los que están a nuestro cargo e intentar servirles no como una penosa obligación sino con la alegría de hacer de ello una ocasión de encontrarnos con Cristo necesitado.

Como compromiso de grupo, podemos promover un encuentro en nuestra parroquia que reúna a los distintos grupos que trabajamos en ella. Este encuentro puede comenzar con la lectura y meditación de alguno de los textos que hemos utilizado en el juzgar de este tema, para pasar a continuación a una puesta en común de lo que nos han sugerido a cada uno de nosotros. Por último, podemos terminar con un pequeño ágape fraterno.

Tema 3. El rostro de Cristo en su humanidad

EL ROSTRO DE CRISTO EN SU HUMANIDAD

“Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14)

OBJETIVO

Descubrir que, en su humanidad, Cristo nos ha abierto el camino al Padre y nos ha mostrado el entrañable amor de Dios.

INTRODUCCIÓN

En la basílica de la Anunciación de Nazaret, recibe a los peregrinos el gozoso anuncio del evangelio de S. Juan que encierra el núcleo central del cristianismo: Verbum caro factum est, el Verbo se hizo carne. El Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Palabra que existía desde el principio junto a Dios, mediante la cual, todo fue hecho, “se hizo carne y acampó entre nosotros”. Habiendo esperado durante siglos un salvador, nadie jamás pudo imaginarse que ese salvador fuera a ser Dios encarnado. De hecho, el adjetivo encarnado nunca habría podido calificar al sustantivo Dios. La carne y Dios pertenecían a naturalezas distintas, imposibles de conjugar, hasta que Dios irrumpe con su poder y su sabiduría y hace trizas la lógica humana. Y envía a su único Hijo hecho hombre, encarnado, al mundo, a rescatar a la humanidad.

Un misterio de tales dimensiones, al que solo podemos acceder por la fe, suscita en el alma que lo contempla, adoración y agradecimiento. Dios hecho hombre…Y sí, así fue. Realmente puso su tienda entre nosotros. Su tienda, es decir, su cuerpo de hombre que albergaba al mismo Dios, igual que, en los remotos tiempos del Éxodo, albergaba a Dios la Tienda del Encuentro. Un cuerpo de hombre como el nuestro. Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre, contempló con sus ojos humanos las maravillas de la creación, escuchó las voces de sus padres y de sus amigos, acarició a los niños con sus manos, anduvo por los caminos de Judea y Galilea, pisó con sus pies la escalera que separa el Cenáculo del Huerto de los Olivos y que todavía hoy se conserva.

Pero la humanidad de todo hombre y, por tanto, la humanidad del Señor, va más allá de tener un cuerpo de carne y hueso. El Señor tuvo experiencias humanas salvo en el campo del pecado. Aprendió como los niños a hablar, a rezar, a trabajar observando y escuchando a José y a María. Experimentó los más variados sentimientos: júbilo, cuando vuelven exultantes sus discípulos de la misión; indignación, al ver ultrajada la casa de su Padre; tristeza profunda por la muerte del amigo; compasión, al ver a su pueblo como ovejas sin pastor… Su juicio, extraordinariamente lúcido, le permitía desenmascarar las intenciones torcidas de sus adversarios y la inquebrantable firmeza de su voluntad le hacía capaz de seguir al pie de la letra el querer del Padre.

La humanidad del Señor es, además, el camino por el que nos es posible descubrir el rostro de Dios.

Él también ha venido a eso: a mostrarnos al Padre. Sin Jesús, sin su predicación, seguiríamos teniendo la imagen de un Dios que se venga en los hijos de los pecados de los padres, celoso y castigador. Solo por Jesús, tenemos noticia de la misericordia, de la bondad, del amor apasionado de Dios por el hombre. Solo a través de Él podemos llegar a conocer al Padre: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9).

La humanidad de Jesús abarca toda la realidad del hombre. Pero si nos detuviéramos aquí, si Cristo solo hubiera tenido un cuerpo, si solo hubiera experimentado nuestras necesidades y nuestros sentimientos y nada más, la cosa no habría pasado de un “jugar a ser hombre”. Pero Jesucristo no quiso jugar, quiso ser humano con todas las consecuencias y por eso aceptó la muerte. Nada hay más paradójico que el hecho de que Dios se haga hombre y se encamine como cualquier hombre hacia la muerte. Jesús “salta desde la infinitud del tiempo, desde la plenitud de Dios a la mortalidad del hombre” (Vida y misterio de Jesús de Nazaret, J.L. Martín Descalzo). Pero la muerte de Cristo tiene una razón muy clara: Él se entrega por nosotros. Con su muerte, Jesús nos ha redimido porque solo Dios podía combatir el pecado. Por eso vivió como nadie podía hacerlo la realidad de la culpa. A causa del pecado del hombre entró en el mundo la muerte, la destrucción, el vacío más absoluto, y allí se zambulló el hombre. Dios, que no quiso abandonarlo a su suerte, decidió seguirlo hasta allí, hasta el reino de la nada más negativa y absoluta para arrancarlo de sus garras. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, ha sufrido la muerte por nosotros. La muerte física y muerte de cruz, con los dolores atroces que conlleva esa tortura, y la muerte que representa esa bajada a la nada, al vacío, a la total ausencia de Dios, para regenerar toda esa podredumbre y orientarla hacia Dios, asumiéndola como propia, por puro amor al hombre y sufriéndola en su carne con toda intensidad.

En Jesucristo, Dios ha librado victorioso la batalla contra el pecado y la muerte. “En un espíritu, un corazón y un cuerpo de hombre, Dios liquidó completamente el pecado. Esa fue la existencia de Jesús” (El Señor, R. Guardini).

VER. Partiendo de la vida

1. Puedo compartir con el grupo aquella ocasión en la que contemplar alguna obra de arte que representaba al Señor me llevó a un momento de intimidad con Él y de mayor conocimiento de su Persona.

2. Mostrar con hechos de vida que el trato asiduo con Jesús en la oración me ha ido desvelando cómo es Dios Padre; por el contrario, hechos de vida en los que haya intentado llegar al Padre por mi cuenta y cómo he podido darme cuenta de que, el único camino que conduce a Dios es Cristo.

3. También puedo comentar con los compañeros del equipo esa vez en la que, contemplando algún misterio de la vida del Señor, me hice realmente consciente de su humanidad: sus sentidos, sus sentimientos, sus gustos, sus luchas, sus sufrimientos; y de que todo lo había asumido para nuestra salvación.

4. Otro hecho de vida que podría presentar es aquel momento en el que me di cuenta de que, después de la vida, la cruz y la resurrección de Jesús, la muerte ha dejado de ser una caída en el abismo para convertirse en una puerta a la eternidad con mi padre Dios.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• • El prólogo del evangelio de san Juan nos enseña cómo el Verbo, que estaba junto a Dios desde el principio, se hizo carne (Jn 1,1-14). Jesús es, verdaderamente, Dios encarnado (Col 2,9-10).
• Mateo comienza su evangelio con una genealogía de Jesús, entroncándolo así en la historia (Mt 1-16). Jesús es concebido en el seno de la Virgen (Mt 1,18; Lc 1,26-38); nació en un lugar concreto, en Belén de Judea (Lc 2-6-7); sus padres cumplieron con Él cuanto estaba escrito en la ley (Lc 22-27); creció en una familia (Lc 2,39-40; 51-52).
• Jesucristo es imagen de Dios (Col 1,15; Heb 1,3).
• Jesús experimentó nuestras necesidades: tuvo hambre (Lc 4,2) y sed (Jn 4, 6-7); y nuestros sentimientos: compasión (Mt 9,36), dolor (Jn 11,33-36), impotencia (Mt 23,37), júbilo (Lc 10,21), y lucha interna (Mc 14,36).

B) Magisterio de la Iglesia

• El Verbo de Dios encarnado vive como hombre en una familia (AL 65-66); Jesucristo es inseparablemente Dios y hombre, Jesús de la historia y Cristo de la fe (RMi 6; LS 99), verdadero Dios y verdadero hombre (GS 22). En María, Dios se hizo carne (SpS 49), vivió en el tiempo y en la historia (CEC 423), trabajó y vivó como cualquier hombre (LS 98).
• Jesucristo nos muestra al Padre (RMi 5); la relación con Dios solo es posible a través de la comunión con Jesús (SpS 28; MV 8); Dios se ha dado una imagen en Jesús de Nazaret, Verbo encarnado (SpS 43). Jesucristo, rostro de la misericordia del padre (MV 1; VS 2).
• La humanidad de Jesús habla a los hombres (RH 8), y por ella, Dios reconcilia consigo al mundo (CEC 433); la carne del Señor se hace de nuevo visible en el necesitado (MV 15).
• Dios no abandonó al hombre en su pecado (MV 3) y solo Él podía liberarnos (CEC 431; RH 9), con una salvación más allá de toda expectativa (CEC 422). En Jesús, Dios nos dirige su Palabra eterna (LF 15).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Proponemos para este tema, como compromiso de formación, leer alguna vida de Jesús. Naturalmente, hay muchas y de muchos estilos. Las que hemos consultado para componer este tema y que recomendamos encarecidamente son: Vida y misterio de Jesús de Nazaret, de J. L. Martín Descalzo; Jesús de Nazaret, de J. Ratzinger/Benedicto XVI. También es muy recomendable la obra de Romano Guardini, El Señor, que no es propiamente una vida de Jesús, sino una recopilación de homilías sobre su Persona.

También podríamos asumir como compromiso, en nuestra oración diaria, aparcar nuestras peticiones y nuestra verborrea y dejar que el Señor nos guíe y nos muestre el camino hacia el Padre.

Otro compromiso podría consistir en rezar el rosario con lecturas que ilustren los momentos de la vida de Jesús que se contemplan.

Como compromiso de grupo, proponemos organizar una salida para ver alguna obra de arte que muestre a Jesús en su humanidad, por ejemplo al Museo del Prado a ver El descendimiento, de R. van der Weiden; o al Escorial, a ver, del mismo autor, El Calvario. Se trataría de hacer una visita contemplativa, dejando que a través del arte, podamos, al menos, intuir la grandeza del amor de Cristo, Dios y hombre, que se entrega por cada uno.

Tema 4. El rostro de Cristo en los hijos de Dios

EL ROSTRO DE CRISTO EN LOS HIJOS DE DIOS

“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2,7)

OBJETIVO 

Caer en la cuenta de que por nuestro bautismo somos portadores de Cristo, con quien debemos continuamente intentar configurarnos.

INTRODUCCIÓN

Los hombres venimos a este mundo dentro de una familia, en la que recibimos nuestra primera educación y el cariño para poder desarrollar nuestra personalidad y nuestra madurez en cuanto personas. Para el perfecto crecimiento físico y psíquico del ser humano es necesaria esta pertenencia a un ámbito familiar. Con la familia heredamos también una forma concreta de entender el mundo y la sociedad. Se viven unas tradiciones concretas propias del lugar de nacimiento y de las raíces en las que uno ha nacido. Nos sentimos deudores de nuestros antepasados que con mejor o peor fortuna nos han dado lo que somos y tenemos. De nuestros padres recibimos también el nombre y los apellidos que nos identifican con ellos y nos introducen en la sociedad, enraizados en lo que nuestra familia ha sido hasta ese momento. Es ese árbol genealógico lo que nos hace ser reconocibles ante los demás.

Nuestra condición de cristianos tiene un proceso similar al que se acaba de describir: con el sacramento del Bautismo somos introducidos en la familia de Dios, que nos hace ser hijos suyos y deja grabado en nuestra persona el rostro de Cristo, sacerdote, profeta y rey. No son simples palabras consoladoras que se dicen para animar al hombre al seguimiento del Señor. Son palabras reveladas por Dios que manifiestan lo que el hombre es, lo que el cristiano ha recibido sin mérito propio, tan solo por la infinita misericordia de Dios. Juan, el discípulo que tanto amaba Jesús, no deja de recordárselo a aquellos a quienes dirige sus escritos: “mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamamos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1); “a todos los que la recibieron (la Palabra de la verdad) les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).

La filiación divina es un don. Un regalo de Dios absolutamente inmerecido por nuestra parte. Es algo que supera no ya las posibilidades del hombre para poder alcanzarlo, sino también la simple idea de llegar a serlo. Dios supera al hombre de modo infinito, y no cabría en el ser humano ni siquiera el deseo de ser hijo suyo. Antes que nada, la iniciativa es de Dios, que lleno de misericordia sale a nuestro encuentro. A nuestro Señor, los judíos le echaban en cara el haberse proclamado hijo del Altísimo, lo cual solo podía ser una blasfemia para la mentalidad de aquellos hombres. Además “llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios” (Jn 5,18). Él sabe mejor que nadie lo que es ser hijo de Dios y nos enseña a llamar a Dios “Padre”, y no como una concesión que nos ayude a amarle, sino porque Él nos ha hecho realmente hijos de Dios, su Encarnación nos ha introducido en la economía de la Salvación como miembros de la gran familia de Dios. “Por una admirable condescendencia, el Hijo de Dios, el Único según la naturaleza, se ha hecho hijo del hombre, para que nosotros, que somos hijos del hombre por naturaleza, nos hagamos hijos de Dios por gracia” (san Agustín, La ciudad de Dios). La razón por la que Dios busca al hombre es el amor que siente por él y su deseo de darle la dignidad de hijo adoptivo (cf. TMA 7).

Por el Bautismo tiene lugar el nacimiento a una vida nueva que antes no existía. Ha surgido una nueva criatura, por lo cual el recién bautizado se llama y es realmente “hijo de Dios”. San Pedro nos dice que los cristianos “somos partícipes de la naturaleza divina” (2Pe 1,4), palabras que significan algo más que una analogía, más que una semejanza o un parentesco. El cristiano entra en el mundo de Dios. Ese nuevo nacimiento, del que Jesús habló a Nicodemo, nos hace ser hombres nuevos: “ya no eres esclavo sino hijo: y si hijo, también heredero” (Gál 4,7). Esta verdad íntima de la filiación divina explica que Cristo, Hijo de Dios por naturaleza, sea la medida y la regla de vida de los bautizados. La imitación del Verbo encarnado no se limita a lo externo, sino a permitir que nuestro ser íntimo se vaya configurando con el del Señor: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).

El militante de Acción Católica, consciente de esta verdad, tiene que aprender a vivir según el querer de Cristo. Toda la vida del hombre de Dios ha de buscar la identificación más perfecta con Jesús. Dice un viejo principio filosófico operari sequitur esse (el obrar sigue al ser). Nuestra naturaleza, nuestro ser de hijos de Dios, debe configurar todo nuestro actuar y pensar. Nuestro trabajo profesional o estudio, nuestras diversiones, nuestra vida de familia, nuestro descanso, no pueden desdecir de nuestra condición de hijos de Dios, porque lo somos siempre y en todo.

Esta filiación que nos introduce en la familia divina, conlleva una forma nueva de entender la vida. Deben verse las cosas con una visión distinta, con la visión con la que el Señor las ve. Del corazón del hijo de Dios nace una profunda confianza en Dios que no puede defraudarle ni abandonarle. Esa confianza da una íntima alegría que no es fruto de tener todas las necesidades cubiertas, sino de la amistad íntima con quien me ha prometido la herencia de los hijos: la Vida eterna.

VER. Partiendo de la vida

1. ¿Hay algún momento en mi vida en el que haya tenido una experiencia más íntima de mi condición de hijo o hija de Dios? Puedo también contar la sensación que me dejó en el corazón.

2. Hechos de vida en los que ser consciente de que soy un hijo de Dios y, por lo tanto, ser consciente de la grandeza del don y de la vocación cristiana, me ha ayudado a no faltar a la caridad y a la misericordia con los demás.

3. Ante el prójimo que sufre por su pecado, ¿le he ayudado con mis obras y palabras a confiar en la misericordia del Padre y a que recordara que es un hijo de Dios muy amado por Él, haga lo que haga? ¿Ha brillado mi vida, por mi condición de hijo de Dios y las obras que se desprenden de ello, ante los demás? ¿Han dado gloria al Padre al ver mis actitudes ante las circunstancias de la vida?

4. Cuando uno es consciente de la filiación divina descubre también la grandeza de formar parte de una gran familia de hijos de Dios. Puedo contar alguna situación en la que haya vivido con más intensidad esa fraternidad propia de quienes tienen un mismo Padre.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• La parábola del hijo pródigo es el ejemplo perfecto del amor paternal de Dios (Lc 15,11-32). El amor a los enemigos nos distingue como hijos de Dios (Mt 5,44-48); el Padre cuida de nosotros más que de las otras criaturas (Mt 6,25-33); nada nos ocurre que Dios no contemple (Mt 10,28-30).
• El Señor nos habla expresamente de la filiación divina: al enseñarnos el Padrenuestro (Mt 6,9-15); para decirnos cómo debemos actuar (Mt 5,44-48); para ensalzar a los que buscan la paz (Mt 5,9); para mostramos quién es nuestro Padre (Mt 23,8-11).
• Jesús considera a Dios como Padre nuestro (Jn 20,17); creer en Jesús nos hace hijos de Dios (Jn 1,12); realmente, somos hijos de Dios (1Jn 3,1-2).
• El Espíritu da testimonio de nuestra condición de hijos de Dios (Rom 8,14-17; 29; Gál 4,6-7; Col 3,9-10); condición que nos da la fe en Jesús (Gál 3,26-28). El Bautismo nos despoja del hombre viejo (Col 3,9-10).

B) Magisterio de la Iglesia

• La filiación como fruto de la Trinidad (CEC 257); Dios es Padre todopoderoso (CEC 270); somos hijos en el Hijo (CEC 422); fruto del misterio pascual (CEC 654); la filiación divina nos hace semejantes a Cristo (CEC 1709) y coherederos con Él (CEC 2009).
• El hombre, llamado a ser hijo de Dios (LG 3; DH 10); miembro de su pueblo (LG 32-33).
• María como madre y como la que ayuda a la generación y educación de los hijos de la Iglesia (RMa 44). Relación entre amor, servicio y libertad que hay en el ser “hijos en el Hijo” (VS 18); cómo debe ser la oración de los hijos de Dios y la caridad que debe desprenderse de ella (SpS 33). Importancia de la Eucaristía para los hijos de Dios (SCa 17).
• El Concilio Vaticano II nos habla también de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo (LG 7); con diversidad de miembros (LG 7; 13); que han de conservar la unidad (LG 32-33; GS 32).
• El papel de los padres a la hora de hacer de sus hijos “hijos de Dios” (LF 43; AL 287-290).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Como compromiso para este tema, proponemos buscar la fecha de nuestro bautismo para celebrarlo, no solo rezando de forma especial ese día, sino con el verdadero espíritu festivo de quien se siente agradecido por un don tan grande de Alguien tan grande, y sin ningún merecimiento por nuestra parte. También serviría como compromiso, poner los medios para estar a la altura cada día en la caridad cotidiana y en la misericordia que nuestro ser de hijos de Dios nos exige, por ejemplo, con algún miembro de nuestra familia, algún amigo o compañero de trabajo, con quien nos cuesta más tener un trato de comprensión, empatía y misericordia.

Para nuestra formación personal, sería interesante comprometerse a leer o releer la encíclica Dives in misericordia, de S. Juan Pablo II. También sería buen compromiso, sacar del olvido a aquellas personas que, por circunstancias personales, han ido alejándose de la Iglesia y cuya relación con nosotros se ha enfriado, para poder hacerles llegar la alegría de la misericordia de Dios también en sus situaciones delicadas.

Para nuestra formación personal, sería interesante comprometerse a leer o releer la encíclica Dives in misericordia, de S. Juan Pablo II. También sería buen compromiso, sacar del olvido a aquellas personas que, por circunstancias personales, han ido alejándose de la Iglesia y cuya relación con nosotros se ha enfriado, para poder hacerles llegar la alegría de la misericordia de Dios también en sus situaciones delicadas.

Como compromiso de grupo, proponemos organizar una visita a algún miembro del centro o de la parroquia que haya tenido que irse a vivir a una residencia, a otro barrio o esté hospitalizado. Sería buen compromiso también, ofrecernos como grupo al equipo que se ocupa de preparar los bautismos en la parroquia y ayudar en lo que se pueda.

Tema 5. El rostro de Cristo en la Iglesia

EL ROSTRO DE CRISTO EN LA IGLESIA

“Sobre ti edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18)

OBJETIVO

Descubrir que Cristo actúa en la Iglesia y que nosotros, a través de ella, somos continuadores de su misión.

INTRODUCCIÓN

La liturgia de la Iglesia está llena de signos plenos del más profundo significado. Sin duda, uno de los más entrañables es el de la acogida por parte de la comunidad cristiana, de un niño que va a ser bautizado. Con este signo, la Iglesia abre sus puertas a un nuevo miembro que, por la acción del Espíritu, pasará a formar parte del Cuerpo de Cristo y podrá disponer de la inmensa riqueza de bienes espirituales que el mismo Cristo, a través de su Iglesia, le ofrece. Si meditamos sobre nuestro bautismo, podremos valorar lo que ha supuesto para nosotros: ser hijos de Dios, elegidos por Cristo para formar parte de su Iglesia, ser destinatarios de las riquezas espirituales que se derraman sobre nosotros a través de los sacramentos, ser miembros los unos de los otros y poder atraer a los demás hombres a Cristo.

La Iglesia es para el cristiano un regalo de inmenso valor que el mismo Jesús le hace para guiar sus pasos hacia la salvación. En la Iglesia se desarrolla nuestra vida espiritual que va fortaleciéndose y madurando con la oración, los sacramentos y la vida de entrega a los demás. En pentecostés, Jesús envió su Espíritu para que santificara y manifestara públicamente a la Iglesia ante la multitud; es entonces cuando la Iglesia comienza su andadura y, bajo la acción del Espíritu, empieza a predicar la Buena Nueva de Jesucristo Resucitado, para reunir en un mismo redil y bajo un solo pastor al rebaño de Cristo, que es la Humanidad toda. No puede uno acercarse a la Iglesia como si fuera una mera realidad terrena. Y no puede hacerse así porque no es solo eso. La Iglesia tiene unas características que la diferencian radicalmente de cualquier otra empresa humana. Es a la vez humana y divina, es decir, está formada por hombres pero es designio del Padre, instituida por el Hijo y sostenida por el Espíritu Santo; es a la vez visible e invisible, es decir, grupo de creyentes en camino hacia el Padre y comunidad espiritual; es a la vez activa y contemplativa; está presente en el mundo y a la vez en perpetua peregrinación. Todo ello “de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2). San Bernardo lo explica con estas bellas palabras: “¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y un aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido, pero también la embellece su forma celestial”. Y de esta manera, la Iglesia es santa, por la santidad de su Fundador, y a la vez pecadora, puesto que la componen pobres hombres marcados por el pecado. Cristo la quiso así, por tanto, el hecho de que en su seno se cometan pecados incluso graves, no debe menoscabar nuestro amor hacia ella. La santidad del Señor habita en la Iglesia al lado del pecado de los cristianos, pero siempre sobreabundará la gracia, según decía S. Pablo. Esta es la razón por la que la Iglesia funciona de modo distinto a como lo hacen otras realidades humanas. En la Iglesia, por expreso deseo del Señor, no es más quien más rango social o más dinero tiene, sino quien más sirve a sus hermanos; nadie pretende “ascender en la empresa” puesto que no hay lugares de mayor importancia que otros; nadie espera un pago económico por lo que da o por lo que trabaja: el pago es el mismo servicio, que enriquece a la persona sobremanera.

Cristo resplandece en su Iglesia y continúa su misión a través de ella. Es en la Iglesia donde nos encontramos con Cristo, no hay otro lugar fuera de ella donde se nos ofrezca una relación tan intensa con el Señor. En ella, el mismo Jesucristo, por la acción del Espíritu y con la colaboración de los pastores, nos hace hijos de Dios, nos perdona nuestros pecados, se nos ofrece Él mismo como alimento, nos ilumina con su Palabra, sostiene y vivifica la comunidad de creyentes con su amor.

Nada sería posible en la Iglesia sin la intervención directa del Señor Jesús. No se puede concebir la idea de Iglesia sin que Cristo esté en su mismo centro, actuando en toda ella. Pero, de igual manera, es impensable el tratar de llegar a Cristo prescindiendo de la Iglesia. Ella es la vía que el Maestro nos propone para su seguimiento, el manantial donde recobrar fuerzas, la escuela en la que aprendemos a imitarle. “La Iglesia es nuestra madre porque nos da a Cristo. Ella hace nacer a Cristo en nosotros. Ella nos hace nacer a la vida de Cristo. Ella nos dice lo mismo que Pablo a sus queridos corintios: ‘In Christo Jesu per evangelium ego vos genui’ (‘Yo os he engendrado en Jesucristo por el evangelio’). En su función maternal, ella es la esposa ‘gloriosa y sin arruga’ que el Hombre-Dios ha hecho salir de su corazón traspasado para unirse a ella en el ‘éxtasis de la cruz’ y hacerla fecunda para siempre” (Paradoja y misterio de la Iglesia, de Henri de Lubac).

VER. Partiendo de la vida

1. Presentar hechos de vida que muestren la valoración que hacemos de nuestro bautismo, si lo consideramos frecuentemente y damos gracias a Dios por él; o si por el contrario, no pensamos nunca en él, ni valoramos todo lo que supone para el cristiano.

2. Narrar hechos de vida que nos permitan descubrir nuestra actitud en el trabajo en la Iglesia, ¿pretendo siempre un puesto que estimo más importante que el que tengo? ¿Quiero siempre llevar la razón y no sé trabajar en equipo? ¿Me escudo en que los demás son más aptos que yo y nunca me ofrezco para nada?

3. Contar hechos de vida que nos hayan hecho tomar conciencia de que Cristo y el Espíritu sostienen continuamente a la Iglesia: cuando, ante una empresa difícil o costosa, me he puesto en manos del Señor y he sentido que a través de mí, Él la ha sacado adelante; cuando, pese a la edad, las dificultades físicas o la escasez de personas, una parroquia consigue seguir su camino de ayuda a los demás; o ante un mal ejemplo de miembros de la Iglesia, he sido capaz de superarlo y recurrir a la perfección de Cristo que sostiene a su Iglesia.

4. Seguro que en mi vida habré tenido momentos de duda, de encontrarme sin fuerzas, ¿he recurrido a la Iglesia, a los sacramentos, a la oración, a la escucha de la Palabra, a la comunidad? ¿He experimentado entonces un auténtico encuentro con Cristo en su Iglesia?

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Por el Bautismo, morimos y resucitamos con Cristo (Rom 6, 3-4; Col 2,12); nos revestimos de Cristo (Gál 3,27); somos purificados y santificados (1Cor 6,11).
• La Iglesia, constituida por Jesús, su Pastor (Mt 10,16; Jn 10,11-21); dotada de estructura, con Pedro como cabeza (Mt 3,14-15); sacramento de unidad de los hombres con Dios (Ef 5,25-27).
• San Pablo compara la Iglesia con un cuerpo del que todos somos miembros y Cristo es la Cabeza (1Cor 12,12-30). La Iglesia, formada por hombres y sostenida por el Espíritu (Hch 4,29-35). Es importante orar constantemente (1Tes 5,17), sin desfallecer y con perseverancia (Rom 12,12; Lc 18,1-8).
• Jesús confirma su deseo de fundar la Iglesia cuando enseña a sus discípulos la oración del Padrenuestro (Mt 6,7-14). Cristo está en la Iglesia y la Iglesia, en Cristo (Jn 15; Gál 3,28; Ef 4,15-16).

B) Magisterio de la Iglesia

• Preciosa descripción de la Iglesia (LG 1-8). La Iglesia, nacida del costado de Cristo (SCa 14). Cristo presente en la Iglesia (EinE 22). La Iglesia conserva y transmite la fe (LF 40) y anuncia gozosa la salvación de Dios (EG 112-114).
• La Iglesia es primer testigo de la misericordia de Dios y su misión es anunciarla (MV 25). Cristo mismo nos reconcilia con Dios a través de la Iglesia (RP 7-11). El amor es el motor que mueve a la Iglesia (DCE 19).
• Sobre Bautismo y comunión eclesial (LF 41-43); el Bautismo, fundamento de la vida cristiana (CEC 1213) e incorporación a la Iglesia, Cuerpo de Cristo (CEC 1267-1270); dimensión eclesial de la fe: “es imposible creer cada uno por su cuenta” (LF 39). Iglesia y familia (AL 86-88).
• Mediante la sucesión apostólica y el Magisterio, la Iglesia garantiza la pureza de la fe (LF 49). Sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo actual (GS 40-45).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

El compromiso en este tema debe ir encaminado a profundizar en nuestra vinculación con la Iglesia. Para amar algo hay que conocerlo, por eso proponemos como compromiso la lectura detenida de la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, que encontraremos en los documentos del Vaticano ll. También pueden servirnos libros como Meditación sobre la Iglesia, de Henri de Lubac; Paradoja y misterio de la Iglesia, de Henri de Lubac; la encíclica Mystici corporis, de Pío XII; del libro Dios y el mundo, de J. Ratzinger/Benedicto XVI y Peter Seewald, el capítulo dedicado a la Iglesia.

Otro tipo de compromiso puede ser tener un trato más intenso con los miembros de mi equipo, preocupándome por sus problemas, atendiendo sus necesidades, ofreciéndome a ayudarles; o también consolidar mi aportación económica a la Iglesia, o aumentarla si es posible.

Podría servirnos como compromiso dedicar un rato a estar ante el Señor pidiendo encontrarme con Él con ocasión de mis responsabilidades eclesiales, para ver en mis trabajos, no mi mano humana, sino la acción del Espíritu.

Proponemos como compromiso de grupo, organizar una celebración de recuerdo y toma de conciencia de nuestro bautismo, que nos haga valorar el don de ser hijos de Dios y miembros de la Iglesia de Jesucristo. Otro compromiso de grupo puede consistir en tener un encuentro festivo con los miembros del centro para estrechar lazos de amistad y para sentimos comunidad viva, miembros los unos de los otros.

Tema 6. El rostro de Cristo en la Palabra de la Verdad

EL ROSTRO DE CRISTO EN LA PALABRA DE LA VERDAD

“Les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras” (Lc 24,27)

OBJETIVO

Crecer en el amor a la Sagrada Escritura y la Tradición, lugares donde Dios nos revela la Verdad sobre sí mismo, sobre el hombre y la creación.

INTRODUCCIÓN

Una cosa distingue al judaísmo y al cristianismo del resto de las religiones y es el hecho de que, mientras en estas últimas, es el hombre quien intenta desesperadamente llegar a Dios, en el judaísmo y en el cristianismo, es Dios mismo quien sale al encuentro del hombre, y lo hace revelándole su propia esencia en las Sagradas Escrituras, a lo largo del tiempo. Para ello, se sirvió de escritores que dejaron que su pluma fuera guiada por el Espíritu, de modo que actuaron como instrumento de Dios, que es el verdadero autor de sus escritos: “Lo que los escritores sagrados dicen ‘son palabras de Dios y no suyas, y lo que por boca de ellos dice, lo habla Dios como por un instrumento’” (cita de S. Jerónimo incluida en Spiritus paraclitus 11, de Benedicto XV).

Por medio de la Escritura y especialmente de los Evangelios, Dios habla al hombre, le da a conocer su ser, le manifiesta su amor y le indica su voluntad. Por ello, los cristianos debemos leerla con asiduidad y devoción porque está inspirada por el Espíritu Santo, interpretada por la Tradición y transmitida y enseñada por la Iglesia a través del Magisterio. Por la Revelación, Dios habla a cada hombre. Pero es especialmente con la Encarnación donde Dios habla, no ya por medio de otros, sino por su Verbo, por su Hijo (Heb 1,1-2). Así lo expresa san Juan Pablo II en la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente: “Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo (...). En Cristo la religión ya no es un “buscar a Dios a tientas” (cf. Heb 17,27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a Dios” (TMA 6).

Muchas de las cosas que nuestro Señor enseñó a los apóstoles, fueron luego recogidas en el Nuevo Testamento, otras, sin embargo nos han llegado por transmisión oral. Esto último es lo que llamamos la Tradición de la Iglesia. “Así pues, la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura se enlazan y comunican íntimamente entre sí. Porque surgiendo ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo, y tienden a un mismo fin. Ya que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la Palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, a la luz del Espíritu de la Verdad, con su predicación fielmente la guarden, la expongan y la difundan” (DV 9). La Iglesia, como madre y maestra, nos transmite la Verdad de Dios, enseñándonos la Escritura y acercándonos la Tradición. El conocimiento que tenemos de Cristo, de la Redención del género humano y del amor misericordioso del Padre nos ha llegado a través de la Iglesia. Los pastores, sucesores de los apóstoles, nos enseñan la Verdad. Aquella Verdad que nos hace libres (Jn 8,32). La Palabra de Dios es siempre una invitación a reconocer a Dios en nuestras vidas y a dejarle actuar en nuestras almas. Esa Palabra de Dios “es lámpara para mis pies, luz en mi sendero” (Sal 119,105).

San Jerónimo nos dice que el desconocimiento de las Escrituras es “desconocimiento de Cristo” (Comentario a Isaías, prólogo). Otro gran doctor de la Iglesia, san Ambrosio, comenta que, a la lectura de los textos sagrados debe acompañar la oración, porque de esta manera se lleva a cabo un diálogo entre el hombre y Dios: le hablamos cuando rezamos y le escuchamos cuando leemos la Escritura. La lectura y meditación asidua de la Escritura, tal como nos la enseña la Iglesia es “alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual” (DV 21).

Lugar privilegiado para entrar en diálogo con Dios es la liturgia de la Palabra en la celebración de la Eucaristía. La atención prestada a las lecturas y a su explicación, esto es a la homilía, van dándonos un conocimiento serio y profundo de la Verdad revelada, y del auténtico rostro de Cristo. Por tanto, la actitud debe ser, no la del oyente pasivo a quien se le dice algo de relativo interés o que ya conoce, sino, más bien, la del hombre de fe que espera ansioso lo que su Padre Dios tenga a bien decirle en ese momento, para hacerlo vida y conformarse cada vez más con Él. Siempre que nos acercamos a la Biblia con esa intención, encontramos realmente el rostro del Señor Jesús, presente en cada página. San Jerónimo, eminente estudioso de la Biblia, lo explicaba con estas bellas palabras: “Un solo río sale del trono de Dios, a saber, la gracia del Espíritu Santo; y esta gracia del Espíritu Santo está en las Sagradas Escrituras, es decir, en el río de las Escrituras. Pero este río tiene dos riberas, que son el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en ambas riberas está plantado el árbol, que es Cristo”.

VER. Partiendo de la vida

1. Sin duda alguna todos hemos leído la Sagrada Escritura y creemos conocerla, ¿puedo recordar algún momento en el que su lectura me haya impresionado de un modo especial? También podría servir un hecho de vida en el que descubrí lo que Dios me estaba pidiendo a través de la lectura de la Escritura.

2. La Revisión de vida nos brinda una oportunidad para entrar en contacto con el Magisterio de la Iglesia. ¿Podría recordar alguna ocasión en que su lectura me ayudara a apreciar la enseñanza de la Iglesia? También puedo proponer un hecho de vida que muestre mi interés por conocer lo que la Iglesia me enseña a través de los diversos documentos magisteriales; o por el contrario, si al salir un nuevo documento, me conformo con los titulares de prensa en vez de leerlo directamente.

3. En otras ocasiones seguramente me ha parecido que no puedo proponer la verdad de Cristo por desconocimiento de la Escritura o del Magisterio. Podría comentarlo, a través de un hecho de vida, con los miembros del equipo.

4. La Sagrada Escritura es luz para nuestro día a día. Posiblemente pueda poner un hecho de vida de un momento en el que la liturgia de la Palabra en la Eucaristía me haya ayudado a comprender mejor alguna situación que estaba viviendo.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Sobre la historia de Israel y el diálogo de Dios con el hombre (Sal 105); “hambre de la palabra” (Am 8,11; Jer 15,16). Dios anima al hombre a poner sus palabras en el corazón (Dt 11,18). Yahveh defiende su palabra de los falsos profetas (Jer 23,29-32).
• Jesús nos enseña a descubrirle en la Escritura (Lc 24,27); recurre a ella para su enseñanza y también en sus controversias (Mt 12,3; 39-42; Lc 17,26-33); subraya la importancia de oír la Palabra de Dios y ponerla en práctica (Mt 7,23; Jn 12,48; 17,8). Dios es quien escucha nuestras palabras (Jn 8,47).
• Los apóstoles nos instan a prestar atención a la palabra de los profetas (2Pe 1,19); recibir con docilidad la Palabra de Dios y ponerla por obra (Sant 1,21-24); conservar la esperanza gracias a la Escritura (Rom 15,4).
• Pablo reconoce la mano de Dios en la Escritura (2Tim 3,16); aconseja “guardar el depósito de la fe” (1Tim 4,16; 6,20). La Palabra es la espada del Espíritu (Ef 6,17). El autor de Hebreos define la Palabra de Dios como viva, eficaz y penetrante (Heb 4,12).

B) Magisterio de la Iglesia

• La Revelación se encuentra en la Sagrada Escritura (DV 7) y en la Tradición (DV 8), entre las que existe una relación (DV 9). El Magisterio sirve a la Palabra de Dios (DV 10), de la cual, Dios es autor y los hagiógrafos, escritores sagrados, sus instrumentos (DV 7).
• La Iglesia es responsable de la Verdad (RH 19); depositaria de la Revelación que tiene su origen en Dios mismo (LF 38). El Magisterio muestra seriedad y firmeza al salvaguardar el depósito de la fe en temas trascendentales (EV 62 y 64). La Revelación está insertada en el tiempo y la historia (FR 11). La fe como respuesta a la Palabra (LF 7); respuesta a esta Palabra a lo largo de la Escritura (LF 8-15).
• La Tradición es una cadena de testimonios que nos hace llegar la Palabra de Dios (LF 38), a la cual, salvaguarda el Magisterio (FR 49-51).
• Necesidad de profundizar en el conocimiento de la Sagrada Escritura (DD 40); diálogo con Dios a través de la proclamación de la Palabra (DD 41). Es Cristo quien habla cuando se proclama la Escritura (SC 7).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Como compromiso apostólico para este tema, podríamos asumir la lectura de alguno de los libros del Antiguo Testamento, menos conocido en general que el Nuevo, y así, ir completando nuestro conocimiento de la Biblia. También puede servir como compromiso, rezar con los salmos, como hacían la Virgen Santísima y el Señor.

Otro compromiso sería leer la exhortaión apostólica Verbum Domini, de Benedicto XVI. O descubrir la belleza del magisterio algo más anterior leyendo un precioso documento de Benedicto XV, de 1920, llamado Spiritus paraclitus, que trata el tema de la Escritura a través de la figura de S. Jerónimo. También sería bueno completar la lectura de los documentos del Concilio Vaticano II o, por lo menos, leer las cuatro constituciones principales: sobre la Iglesia, la Sagrada Liturgia, la Divina Revelación y la Iglesia en el mundo.

Sería un bonito compromiso, asegurarnos de que en las casas de nuestros familiares haya una Biblia y, en caso contrario, regalársela.

Como compromiso de grupo, proponemos, organizar una charla para difundir y explicar el último documento del Papa y poder así hablar de él con conocimiento de causa y no por lo que quieran contarnos los titulares de los medios. Esto mismo también puede hacerse sobre algún libro de la Biblia o sobre pasajes difíciles del Evangelio. También como grupo, podemos organizar una campaña para que en las todas las casas de nuestros jóvenes y adultos haya un Catecismo de la Iglesia Católica.

Tema 7. El rostro de Cristo en los sacramentos

EL ROSTRO DE CRISTO EN LOS SACRAMENTOS

“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo” (Jn 6,51)

OBJETIVO

Redescubrir que en los sacramentos se da un verdadero encuentro con Cristo y fomentar el deseo de recibirlos con frecuencia.

INTRODUCCIÓN

Durante la mayor parte de la historia, toda relación tenía que darse de modo directo y personal. Poco a poco, fueron apareciendo aparatos que hicieron posible la comunicación a distancia, hasta que la tecnología irrumpió de manera imparable en la vida ordinaria y ya no hay que esperar a estar con la persona para poder relacionarse con ella en el momento. Y se nos prometen muchas más cosas para un futuro no muy lejano. Todo llegará. Además de facilitar el trabajo profesional y la amistad, estos medios nos han ayudado a crecer en expectativas y en posibilidades personales. El mundo se ha hecho pequeño y todo está más que nunca al alcance de la mano.

Guardando las distancias y sin ánimo de comparar cosas tan distantes, también nuestra relación personal con Dios cambió rotundamente con la Encarnación del Verbo. “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Heb 1,1-2). Cristo, Verbo de Dios hecho carne como la nuestra, es la Palabra definitiva de Dios al hombre. En Él, “es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo” (TMA 6). Desde ese momento la amistad con Dios es posible a través de la Humanidad Santísima de Cristo, como hemos visto anteriormente.

Esa relación personal no terminó con la Ascensión del Señor a los cielos. Él no nos ha abandonado. Él permanece entre los hombres y nuestro trato con Él sigue siendo posible. Para ello, el Señor instituyó los sacramentos. En ellos y a través de ellos nos llega la gracia de la Redención a todos los hombres. Pero no sólo su gracia, también su Ser, su Persona. En ellos se nos entrega Cristo, el Hijo de Dios, el Dios encarnado en el seno de la Bienaventurada Virgen María. Porque, en los sacramentos, es Él el que se nos hace presente, de modo misterioso, sacramental, pero verdadero. El conocimiento y el amor a Cristo en nuestros días, debe hacerse necesariamente a través de estos canales, que son los sacramentos, queridos por Dios, instituidos por Cristo y administrados por la Iglesia. Es una verdad fundamental que la participación en los sacramentos es un encuentro personal y también comunitario con Dios. De ahí nace la importancia de vivir una vida sacramental seria y profunda. No se trata de un mero trámite. El hombre se encuentra con su Salvador en una intimidad que, de ningún otro modo puede realizarse aquí en la tierra. Evidentemente, para un cristiano adulto la vida sacramental se reduce a la celebración de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia. El Bautismo y la Confirmación se recibieron en su momento y su gracia particular sigue actuando en nosotros, pero su celebración, una vez recibidos, siempre será, no ya como sujeto del mismo sino para acompañar a quienes vayan a recibirlo. El del Matrimonio o el del Orden sacerdotal son sacramentos que se reciben una vez, y no necesariamente, y a quienes los reciben, lógicamente, su gracia les acompaña de por vida. El Sacramento de la Unción esperamos recibirlo todos cuando sea preciso, incluso más de una vez, pero no podemos recibirlo más que en determinadas circunstancias. Por eliminación nos quedan esos dos maravillosos sacramentos: Eucaristía y Reconciliación.

El simple hecho de poder recibirlos con frecuencia, implica ya su necesidad. En ellos también nos encontramos con Cristo, es más, seguramente sean los dos sacramentos donde se percibe mejor este encuentro personalísimo con el Señor. En el Sacramento de la Reconciliación, el cristiano se enfrenta con el Salvador cara a cara. El término “enfrenta” pretende ser utilizado en esta ocasión en su sentido etimológico: “ponerse frente a”. Cuando celebramos este sacramento, nos ponemos delante del Señor y nos manifestamos tal como somos, sin caretas y expresamos lo que más nos cuesta: nuestra interioridad. Abrimos de par en par el corazón y el alma, para que Cristo nos purifique y su redención llegue a nuestras vidas. La relación con el Señor se da a través del perdón, el signo más grande de la misericordia y la grandeza de Dios. El cristiano se encuentra y se abandona en los brazos amorosos del Padre que, por medio de los ministros de la Iglesia, nos acoge, consuela, perdona y bendice.

Pablo VI, en su encíclica Ecclesiam Suam, dice: “no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas, queriendo promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la libertad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil” (ES 49).

Del sacramento de la Eucaristía hay que decir con santo Tomás de Aquino: “si en todos los sacramentos se recibe la gracia de Dios, en el de la Eucaristía se recibe al mismo Autor de esa gracia”. No hay un encuentro mayor entre el hombre y Dios mientras estamos in statu via, como peregrinos. En este sacramento, la Humanidad de Cristo se esconde bajo las apariencias del pan y del vino, y se nos da, no ya de modo espiritual, sino también material, como alimento físico y real. Su presencia en el sagrario nos ayuda a tenerle presente en nuestra vida, a no sentirnos huérfanos en nuestras luchas diarias. La celebración sacramental de la misa, nos hace conscientes del sacrificio redentor de Cristo que se renueva incruentamente en el altar. Asistimos al misterio de la cruz y de la entrega del Señor como propiciación por nuestros pecados, nos alimentamos con el Cuerpo y la Sangre de Jesús, verdadero pan de vida, que es viático para quienes esperamos alcanzar la vida eterna, la vida verdadera junto a los mártires y los santos adorando al Cordero que quita los pecados del mundo.

VER. Partiendo de la vida

1. Buscar un hecho de vida que muestre cómo me acerco a los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación: si acudo a ellos con verdadero afán de encontrarme con Cristo, de ser perdonado por Él, alimentado por Él, de estar con mi Señor; o si, por el contrario, la rutina me ha hecho su presa y los recibo con poca preparación o incluso, casi sin enterarme.

2. Puedo contar también aquella ocasión de especial dificultad personal, espiritual o familiar, en la que me di cuenta con claridad de que lo que me haría mucho bien era acudir al sacramento de la Penitencia en busca de perdón, consuelo, apoyo y bendición. También podría servirnos como hecho de vida esa vez en la que sentí cómo la gracia del sacramento del Matrimonio o de la Confirmación, recibido años atrás, me auxiliaba en un trance delicado de mi vida familiar o laboral.

3. Hechos de vida que dejen ver mi actitud cuando voy a algún bautizo o a una confirmación, si lo presencio todo como mero espectador, o si participo de forma activa, orando, alabando al Señor, comulgando, como piedra viva de esta comunidad que es la Iglesia que recibe a un nuevo miembro o le da su mayoría de edad en la fe.

4. Hay circunstancias que pueden dificultar la celebración del sacramento de la Penitencia o de la Eucaristía. Si es mi caso, podría exponer la nostalgia que me produjo y el deseo grande que tenía de recibirlos.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Por el Bautismo somos sepultados en la muerte de Cristo (Rom 6,3-4; Col 2-12) y resurgimos como nueva criatura (2Cor 5,17; Gál 6,15); nacer del agua para entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5-6).
• El Señor es el único con poder de perdonar (Mt 9,2; 1Jn 2,1-2); sus apóstoles recibirán ese poder del Maestro, y será Él quien perdone a través de ellos (Jn 20,21-23; Mt 18,18). Necesidad de reconciliarnos con Dios (2Cor 5,20) y con el prójimo (Mt 5,23-24). El Padre nos perdonará si nosotros perdonamos (Lc 11,2-4). La parábola del hijo pródigo, expresión de la misericordia de Dios (Lc 15,11-32).
• Sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía (Jn 6; Mt 26,26-28; Mc 14,22-24; Lc 22,19-20; 1Cor 11,24-26). Con la Eucaristía anunciamos la muerte del Señor (1Cor 11,26). Eucaristía como piedra de escándalo (Jn 6,60).
• La Confirmación nos marca con el sello del Espíritu Santo (2Cor 1,22; Ef 1,13; Ef 4,30), que es promesa de protección divina (Ap 7,2-3; 9,4).

B) Magisterio de la Iglesia

• Los sacramentos, lugar privilegiado de encuentro con Cristo (RP 27; LG 7; AG 36); medios por los que “actúa su fuerza redentora” (RP 31); relación entre sacramentos y creación (LS 235-236); los sacramentos transmiten la riqueza de la fe de modo particular (LF 40); los sacramentos como camino de santidad (LG 11); en ellos, lo visible se abre a lo eterno (LF 40).
• “La Iglesia vive de la Eucaristía” (EdeE 1); la Eucaristía es “un amor que no conoce medida” (EdeE 11); construye la Iglesia (EdeE 21-24; SCa 14); es culmen de todos los sacramentos (EdeE 34; PO 5; SCa 17); don de la Persona de Cristo (EdeE 11-13; SCa 7;30); y es “prenda de la gloria futura” (EdeE 18; LG 35; SC 47; GS 38; SCa 30).
• En la Eucaristía, Cristo toca nuestra existencia (EG 264; AG 9); y se hace nuestro alimento (DD 44; SCa 7). La Eucaristía es “el precioso alimento para la fe” (LF 44); y el continuo ejercicio de nuestra redención (LF 3; SC 2; PO 13). La institución de la Eucaristía (SCa 10). Relación entre la Eucaristía y los demás sacramentos (SCa 20-29; EdeE 37).
• Preciosa descripción del domingo, Día del Señor (DD 19-30; SCa 73-74); el día del Señor se convierte en el día de Cristo (DD 18); el domingo, día de sanación (LS 237). Sobre el sacramento de la Reconciliación (RP 30-31). En la Reconciliación experimentamos la grandeza de la misericordia (MV 17); es misterio de la piedad, misterio de Cristo (RP 20). Del Bautismo “renacemos para seguir a Cristo” (LF 42).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

Proponemos como compromiso para este tema repasar un poco nuestra vida de sacramentos en cuanto a frecuencia, preparación, valoración que hacemos de ellos, y procurar que se conviertan en un momento de auténtico encuentro con Cristo.

Un compromiso precioso podría ser localizar alguno de esos sagrarios abandonados y, al estilo de san Manuel González García, el obispo del sagrario abandonado, procurar “cuidar a Jesucristo en las necesidades que su vida de Sagrario le ha creado, alimentarlo con mi amor, calentarlo con mi presencia, entretenerlo con mi conversación, defenderlo contra el abandono y la ingratitud…”. También podríamos leer la vida de este apóstol de la Eucaristía y dejarnos empapar de su amor por Jesús en el sacramento del altar.

Otro compromiso bonito sería facilitar a alguna de las personas mayores de nuestro entorno, el acceso a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, acompañándoles a una iglesia sin barreras arquitectónicas, llevando el sacerdote a su casa, ayudándoles a prepararse, animándoles si hiciera tiempo que no se acercan a ellos…

Como grupo, podemos comprometernos a preparar unas notas sobre estos dos sacramentos y leerlas antes de las misas, para enseñar el significado de los ritos a los que no los conozcan y recordarlo a los que sí lo saben de antes. Otro compromiso de grupo podría ser organizar en la parroquia un turno de vela ante el Santísimo y procurar así que no esté solo mientras permanezca abierto el templo.

Tema 8. El rostro de Cristo en la evangelización

EL ROSTRO DE CRISTO EN LA EVANGELIZACIÓN

“Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones” (Sal 96,3)

OBJETIVO

Descubrir que la tarea de evangelizar proviene de un encuentro con Cristo que me envía, que Él mismo es el núcleo del mensaje y que está en aquellos a los que soy enviado.

INTRODUCCIÓN

En el evangelio de san Juan, después de la multiplicación de los panes y los peces, tiene lugar una escena que plasma de forma gráfica el contraste entre el pensamiento de Dios y el pensamiento de los hombres. Algunos de los que habían comido de los panes del milagro, buscan a Jesús y cuando lo encuentran, al otro lado del lago, le preguntan, seguramente con muy buena intención, pero desde una perspectiva sumamente activista: “Y, ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?” Probablemente, ellos esperarían una respuesta con indicaciones claras acerca de cosas concretas que hacer y se quedarían de piedra al escuchar la respuesta del Señor que, con toda paz, les responde: “La obra que Dios quiere es esta: que creáis en el que Él ha enviado”. Y esta sigue siendo la respuesta de Cristo cuando un creyente le pregunta: ¿qué obra tengo que hacer? La respuesta es la fe, lo primero es la fe, creer que Jesucristo es el Hijo único de Dios, enviado al mundo para salvarnos. Sobre esta base debemos construir todo nuestro apostolado. Este debe ser el origen pero también el motor de la misión, porque Dios no solo quiere que yo crea en Jesucristo, quiere que crea en Él todo el mundo a mi alrededor. Y para eso, tengo que convertirme en apóstol.

La Iglesia, desde el principio de su historia no ha dejado de obedecer el mandato del Maestro de llevar su mensaje a todos los pueblos y, sin embargo, “la misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse (…) se halla todavía en sus comienzos y debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio” (RMi 1). La evangelización es el empeño más firme de la Iglesia, su identidad, su alegría más profunda. Pero, ¿qué es evangelizar?

Según nos enseña Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, “evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios, revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo; que en su Verbo encarnado ha dado a todas las cosas el ser, y ha llamado a los hombres a la vida eterna”. Y añade, “para el hombre, el Creador no es un poder anónimo y lejano, es el Padre” (EN 26). Contenido esencial de la misión ha de ser el anuncio de que, en Cristo, todos hemos sido salvados, por gracia y misericordia divinas, no con una salvación puramente terrenal sino trascendente, que comienza en esta vida pero salta a la eternidad. Es imprescindible en la misión el testimonio de vida, aquella actitud del cristiano ante la vida y sus circunstancias, que hace preguntarse a los que lo rodean, por qué se comporta así, qué o Quién le mueve a ello. Es verdad que las personas escuchamos antes a los que respaldan su pensamiento con sus acciones, que a los que se hablan mucho, siempre limitándose a dar lecciones (cf. EN 41). Son más creíbles las personas que se ponen manos a la obra. No obstante, no es menos importante el anuncio explícito, por el que damos las razones de nuestra conducta: “La evangelización también debe contener siempre –como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo- una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y la misericordia de Dios” (EN 27). No podemos contentarnos con despertar en los no creyentes cierta inquietud acerca de las motivaciones de nuestra actuación en los diferentes momentos, pues les privaríamos del verdadero motivo de nuestra esperanza, de nuestra alegría, de nuestra forma de proceder. Además, el auténtico apóstol es aquel que vive profundamente enamorado de Jesucristo y, por tanto, no puede callar aquello de lo que rebosa su corazón.

Así descrita, la misión no debe suponer una carga para el cristiano, algo así como un deber penoso aunque necesario para bienes mayores. Al contrario, se presenta como ocasión única para expresar nuestro amor al Señor y también a los hermanos, a los que a toda costa queremos hacer partícipes del Bien que se nos ha concedido. Y la alegría dará marco a nuestra actuación, esa alegría que, en palabras del papa Francisco “llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” (EG 1). Será un momento privilegiado de encuentro con Cristo, en varios aspectos: por un lado, porque es el mismo Señor quien nos envía y nos tranquiliza con la promesa de permanecer con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En segundo lugar, porque lo que predico no es una idea sino su propia Persona, para ello debemos ser dóciles al Espíritu que nos conforma cada día más con Jesús: “No se puede dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen” (RMi 87). Por último, porque en los destinatarios de mi anuncio, Él está presente y también por ellos subió a la cruz.

Seamos dóciles al mandato del Señor y dejémonos invadir por la alegría de evangelizar, “que sea esta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Nueva no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo” (EN 80).

VER. Partiendo de la vida

1. Presentar hechos de vida que muestren cómo es mi actitud a la hora de dar testimonio de mi fe: si me mueve el ansia de hacer llegar a Cristo a los demás; o si por el contrario, me escudo en cosas como el respeto mal entendido por la libertad de los otros, o me dejo llevar por la pereza o la cobardía.

2. Puedo contar algún hecho de vida que deje ver si mi apostolado brota de un afán de extender la fe pero de forma meramente activista, con poco fundamento espiritual.

3. También podría compartir con el equipo, aquella vez en la que mi comportamiento llamó la atención de alguien, que me preguntó por mis verdaderos motivos para actuar así. ¿Tuve la valentía de dar explícita razón de mi fe, o callé o me escabullí con cualquier excusa?

4. El papa Francisco habla una y otra vez en su magisterio de la alegría de evangelizar. En mi labor evangelizadora, ¿me caracteriza la alegría de quien lleva una gran noticia a los demás, o más bien parezco cabizbajo y poco menos que obligado? Ilustrar con hechos de vida.

JUZGAR. Iluminación desde la fe 

A) Sagrada Escritura

• Cristo resucitado envía a sus discípulos a proclamar el evangelio a toda la creación (Mt 28,16-20; Hch 1,8).
• Pentecostés supone el inicio de la misión de los apóstoles (Hch 2,1-11); Pedro y Juan dan testimonio del Señor ante el Sanedrín (Hch 4,1-20). Al diácono Esteban, su testimonio le cuesta la vida (Hch 6,8-15; 7).
• S. Pablo es elegido por el Señor para llevar su “nombre a pueblos y reyes” (Hch 9,10-16); con otros compañeros, parte a la misión por todo el mundo conocido (Hch 13,1-41); anuncia la Palabra de Dios “en todas direcciones” (Rom 15,18-21); no basa su predicación en su elocuencia sino en el poder del Espíritu (1Cor 2,1-5).
• “Pedro y Juan no pueden callar lo que han vivido (Hch 4,20; 1Jn 1,1-5) y Pablo vive la misión como una necesidad (Hch 9,16-18). Timoteo visita la iglesia en Tesalónica para afianzar la fe tras un primer anuncio (1Tes 3,1-6).

B) Magisterio de la Iglesia

• La misión de la Iglesia es la misma misión de Jesucristo (CEC 737-738); la evangelización es la vocación propia de la Iglesia (EN 14; AG 2. 5; LG 17); la Iglesia no puede dejar de proclamar el evangelio (RMi 11); y se convierte así en signo e instrumento de salvación (RMi 9) los laicos también son llamados a la evangelización (CEC 905-907).
• La misión nace de la fe en Jesús y del encuentro con Él (RMi 4; EG 264; DCE 1). El Espíritu es guía para la misión (RMi 25-26; EG 279-280). Cada bautizado es misionero (EG 120) y el misionero es contemplativo en acción (RMi 90-91). Virtudes que deben adornar al evangelizador (EN 75-80). Importancia de la formación para la misión (AA 29).
• El testimonio de vida, fundamental en la misión (EN 21; AG 11.21; LG 35), debe ir acompañado del anuncio explícito (EN 22; RMi 44; EG 110; AG 13). Importancia del anuncio persona a persona (EN 46); tras el primer anuncio, hay que procurar el crecimiento de la fe (EG 160). La evangelización como cadena ininterrumpida de testimonios (LF 38); en la misión hay que velar por la integridad de la fe (LF 48-49).
• Los laicos, llamados a evangelizar (CEC 905-907; RMi 71-74; AA 2-3; LG 33); los laicos tienen el deber de evangelizar (AG 41), son necesarios para la misión (AG 21) y pueden cooperar de forma más inmediata con la jerarquía (AG 21; AA 20). Importancia del apostolado laical asociado (AA 18-20). La familia, comunidad evangelizada y evangelizadora (AA 11; FC 53-54; AL 200-202).

ACTUAR. Compromiso apostólico 

La vida del cristiano no está plena si no incluye un compromiso estable de apostolado. Es de suponer que la mayoría de nosotros ya tengamos ese compromiso, que reviste formas variadas. Sin embargo, para los más jóvenes o los que hayan podido atravesar situaciones que les impedían tomar parte activa en la misión, les proponemos tomarse un tiempo para pensar dónde podrían servir mejor a la Iglesia, siguiendo la llamada del Señor, desde sus circunstancias concretas: hacerse cargo de un grupo de niños de catequesis, o de iniciación de jóvenes o adultos; tomar parte en cursillos de preparación al matrimonio; integrarse en el grupo de Caritas, en el de liturgia, etc

Aparte de estos compromisos a largo plazo, que deben conformar nuestra vida cristiana, proponemos otros que pretenden depurar nuestras actitudes a la hora de evangelizar. Un buen compromiso sería recordar a las personas que me han transmitido a mí el mensaje de Cristo: padres, maestros, catequistas, sacerdotes, amigos, etc., rezar por ellos, agradecer a Dios profusamente la gracia de haberles puesto en mi camino y tratar de imitar su ejemplo con las personas a mí encomendadas.

También podemos comprometernos a acercarnos a aquel pariente o compañero que se encuentra alejado de la Iglesia y tratar, con nuestro testimonio y con nuestra palabra, de hacerle llegar la alegría y la esperanza del Evangelio.

Otro compromiso que podemos asumir es tener mayor presencia en ámbitos como el trabajo, alguna asociación de la que formemos parte, el colegio de los niños, etc., asumiendo responsabilidades que supongan dar un testimonio claramente cristiano, de palabra y de obra.

Como compromiso de grupo, proponemos salir fuera de las puertas de la parroquia a hablar del Señor con cualquier pretexto, por ejemplo, un mercadillo solidario, que nos lleve a exponer las razones de nuestro actuar.