EL PRIMER ENCUENTRO
“Mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2,30)
OBJETIVO
Caer en la cuenta del asombro que produce el mensaje de Cristo en alguien que lo escucha por primera vez y renovar esa experiencia en mi persona a día de hoy.
INTRODUCCIÓN
La liturgia de la misa de medianoche, en la noche de Nochebuena, probablemente sea la más entrañable de todo el año litúrgico. Toda la celebración se desarro-lla a partir de un anuncio: hoy ha nacido el Salvador. Este anuncio se proclama en las llamadas “Calendas de Navidad”, que son un pregón en el que se recorre la Historia de la Salvación hasta que por fin se llega al momento, en el que, “cuando en el mundo entero reinaba una paz universal (…) nació Jesús, Dios eterno, Hijo del eterno Padre y hombre verdadero” (calendas de Navidad). El cántico empieza con las mismas palabras que dirigió el Ángel a los pastores de Belén: “Hermanos, os anunciamos una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo”, y añade, “escuchad-la con corazón gozoso” (ibid.).
Nosotros hemos oído muchas veces estas palabras porque vivimos en una sociedad de profundas raíces cristianas y, en la mayoría de los casos, hemos recibido una educación religiosa. Quizá por eso no producen en nosotros el efecto que provocaron en aquellos pastores que sin dudarlo, en mitad de la noche “fueron a toda prisa y encontraron a María, a José y al Niño” (Lc 2,16). Hemos perdido la impresión y el asombro que produce el primer encuentro con Dios. Ese primer encuentro con el Dios encarnado, que hace que los Magos que vienen de lejos, los gentiles, se postren ante un Niño y vuelvan a su casa por otro camino.
Tras el primer encuentro ya nada es igual. De tan oído como tenemos este anuncio, se nos vacía de significado, y algo tan grande como que Dios se encarne, se hace costumbre y lo celebramos, sí, pero a lo mejor de una manera un tanto superficial. La situación de los contemporáneos de Jesús no era ésta, como explica muy bien el papa Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi. El mensaje de Cristo caló profundamente en las clases más humildes, compuestas en su mayor parte por personas que sufrían cotidianamente por el maltrato y la esclavitud. Recibieron un mensaje que no era de violencia o rebelión contra quienes los esclavizaban, sino un mensaje de esperan-za, de salvación.
Pero también hizo mella en las clases superiores porque la religión, sin contenido ya, se había visto reducida a ritos formales y el hombre se encontra-ba solo ante su desesperanza, por muy alta que fuera su condición social y sin “un Dios al que se pudiera rezar” (SpS 5). Se encontraron así con la cercanía de una Persona, una Persona que es amor. Realmente, no podemos prescindir de nuestra historia y nuestras circunstancias. Nuestra realidad dista mucho de ser la del siglo I. Aunque debemos darnos cuenta de que si Cristo no hubiera nacido, si no hubiera resucitado hace dos mil años estaríamos en una situación bien diferente: sin esperanza porque nadie habría venido a decirnos que Dios es amor; en tinieblas porque no habría venido la Luz al mundo; sin norte porque el que es el Camino no se habría encarnado; y muertos por el pecado porque la Vida, que es Cristo, no habría vencido en la Resurrección.
Debemos luchar sin descanso contra la rutina y vivir la celebración de los acontecimientos de la vida de Cristo como memorial, es decir, no como un simple recuerdo, igual que hacemos con los cumpleaños, en los que nada de lo acontecido se renueva; por el contrario, los misterios de la Salvación se hacen presentes cada vez que los celebramos, cada vez que celebramos la Eucaristía: “Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3).
Hagámonos conscientes del gran regalo de Dios, que en su grandeza y poderío, sin necesitar nada, tiene un amor tan grande por cada persona, que le lleva a la locura de hacerse hombre. Un Dios que se encarna y pasa por las penalidades, la limitación y el sufrimiento propios del ser humano es un Dios que ama a sus criaturas, a mí, a ti, con toda la fuerza de su amor infinito. Y todo lo ha hecho para devolvernos la dignidad de hijos de Dios y darnos una esperanza firme que cambia la vida y hace capaz de luchar contra el pecado. Dejémonos invadir por el asombro que provoca esta situación inaudita, este insólito intercam-bio de papeles: “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo entregaste el Hijo!” (Pregón Pascual). El asombro revela la apertura a una esperan-za nueva que se ha instalado entre nosotros y aunque, desde luego, no nos evite conflictos, preocupaciones o tristezas, sí nos capacita para vivirlos de forma diferen-te, porque “Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto” (SpS 6).
VER. Partiendo de la vida
1. Seguro que la celebración de la Navidad es una fuente de hechos de vida sobre este tema. Puedo contar aquella vez en que sucumbí a esa corriente de opinión a la que no le gusta la Navidad porque les entristece o porque es una ocasión de conflictos y enfrentamientos familiares. Por el contrario, puedo compartir con el grupo esa otra ocasión en la que conseguí aislarme de tantas opiniones superficiales, centrarme en el misterio de la Encarnación y llenarme de alegría celebrando esta fiesta tan especial.
2. Hechos de vida que muestren cómo vivo los misterios de la salvación durante el año litúrgico: si lo hago de manera rutinaria como el simple pasar de los años, o si, por el contrario, los vivo con profundidad, como memorial, sabiendo que los acontecimientos que celebramos se hacen presentes y permanecen siempre actuales.
3. El nacimiento de Cristo es la culminación de la espera de un Salvador por parte del pueblo judío. Mostrar con hechos de vida cuál es mi actitud en Adviento: si es de anhelo auténtico de que nazca el Mesías o si doy por hecho que la fecha va a llegar, que Jesús ya nació y no me preparo para su venida ni valoro el hecho de que se haya encarnado.
4. Contar aquella vez en que me dejé invadir por la novedad del Evangelio y me sentí realmente redimido en presente y sintiendo que Cristo se ofrecía en ese momento por mí.
JUZGAR. Iluminación desde la fe
A) Sagrada Escritura
• Ya en el Antiguo Testamento podemos encontrar referencias al juicio final, donde se nos dice que Dios vendrá a hacer un juicio al final de los tiempos y Él será el vencedor (Dan 7,9-28).
• Desde la libertad y la “dureza de corazón” el hombre puede no aceptar a Dios, de lo cual responderá en el Juicio (Lc 16,22ss).
• La verdadera recompensa y riqueza nos espera tras el Juicio (Mt 16,26). Jn 3,17-21 es un canto a la esperanza del que obra según Dios. En Lc 23,43 (el buen ladrón) tenemos la promesa del Paraíso, por parte de Jesús, a una persona que implora el perdón a través de la fe.
• El contenido del Juicio será la caridad (Mt 25,31-46); el Señor anuncia la recompensa a cada uno según sus acciones (Ap 22,12-15). El apóstol Santiago nos recuerda que seremos juzgados en la misericordia (Sant 2,12-13).
• Pedro, ante el inminente fin de todas las cosas nos llama a la caridad entre la multitud de pecados (1Pe 4,7-8).
B) Magisterio de la Iglesia
• Podríamos decir que dos son los pilares del magisterio para este tema. Por un lado los números 668 al 679 del CEC, cuando se nos explica la parte del Credo que habla del Juicio. Sobre el juicio particular (CEC 1021-1022). Y por otra parte, los números 41 al 48 de la encíclica Spe Salvi que nos habla del Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza. Sobre la verdadera justicia (RMi 12).
• En la exhortación Reconciliatio et Paenitentia, se nos recuerda que el confesor es juez y médico, imagen de Dios y que en el sacramento el penitente entra en contacto con la misericordia de Dios (RP 31).
• Es necesario comparecer ante el tribunal de Cristo antes de reinar con Él (LG 48). El hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente (GS 16); El que cumpla la voluntad del Padre, que es que amemos a Cristo en todos los hombres, entrará en el Reino de los Cielos (GS 93).
• En relación al llamamiento a la caridad que nos hacía S. Pedro en su primera carta, Benedicto XVI nos explica que el compromiso misionero nace de la caridad de Cristo (PF 7); y nos invita a intensificar la unidad “fe y caridad” para subsistir (PF 14).
• El papa Francisco, en su encíclica Lumen Fidei habla de la fe como principio de salvación porque nos refiere a Dios (LF 19); así, el creyente es transformado por el amor para que viva Cristo en nosotros (LF 21).
ACTUAR. Compromiso apostólico
En el compromiso de este tema debemos buscar el ir tomado conciencia de que nuestra forma de vivir será revisada ante Dios. Así pues debemos ponernos a trabajar sin más dilación en asemejarnos cada vez más a Nuestro Señor. No en vano, en el atardecer de la vida se nos examinará en el amor (S. Juan de la Cruz).
Nos puede ayudar el examen de conciencia diario, que la Iglesia recomienda antes del rezo de Completas. Podemos revisar nuestra actitud ante el sacramento de la reconciliación. Si no lo hemos hecho ya, podemos fijarnos una periodicidad en la confesión. Si ya nos confesamos asíduamente, tal vez haya llegado el momento de plantearnos un paso adelante y pensar en la dirección espiritual.
También podemos plantearnos un compromiso que nos lleve a preocuparnos de manera concreta por la salvación de nuestros hermanos. Para no “perdernos” podemos pensar en alguien en concreto y proponernos hablarle, acompañarle, aconsejarle o aquello que creamos más oportuno para despertar en él la conciencia de su salvación. Como compromiso de grupo podemos proponer a nuestro párroco el organizar desde nuestros grupos una celebración comunitaria de la reconciliación, y ayudar a dar la propaganda, seleccionar los textos, acondicionar el templo, etc..